Pedro se sentó en el sofá al lado de ella, mirándola. Su cálida mano sujetaba la de ella y Paula se agarró a esa sensación de conexión para mantener el control. Una vez pronunciadas las palabras, todo parecía irreal. Como si no pudiera haber sucedido. Pero sí, había sucedido y él le acarició la mano en respuesta.Nunca hablaba de ese día. Jamás. Pero quizá en ese momento lo necesitaba. Esa tarde le había enseñado que esa vida no había quedado atrás como pensaba. Y la aterradora verdad era que Fernando estaba fuera de la prisión y saberlo había debilitado su barrera de protección más de lo que le gustaba admitir. Pedro era lo único que la sustentaba en ese momento.Lo miró a los ojos. La miraba tranquilo esperando que empezara, dándole el tiempo que necesitaba. Era un hombre en el que apoyarse. No el rico heredero de las revistas. Ese no era el Pedro real. El Pedro real estaba sentado a su lado y era un puerto seguro en la tormenta.Miró la sensual curva de sus labios y se sintió sorprendida de que un hombre así besase a una mujer como ella y más de una vez. Cosas así no sucedían. La vida real no era así. Desde luego, esas cosas no le sucedían a una chica corriente de Ontario, pero ahí estaba él, esperando. Sin prisa, sin discutir. Por primera vez en su vida deseaba abrirse a otro ser humano.
—Paula, no tienes que contármelo si es demasiado difícil. Está bien.
Paula se llevó su mano a la boca y la besó. Cerró los ojos. Cuando estaba con él, Fernando perdía su poder.
—Cuando tenía seis años, mi madre se casó con Fernando Langston —se concentró en el rostro de Pedro para mantener las imágenes alejadas—. Nunca conocí a mi padre auténtico. Ella me había criado sola hasta ese momento y me dijo que las cosas mejorarían, que tendríamos una familia nueva. Pero no resultó así.
—No fue el cuento de hadas que esperabas.
—El maltrato no empezó desde el principio, pero eso ahora no importa. Lo que importa es que cuando empezó creció deprisa y descontroladamente y nosotras estábamos aterrorizadas. Él tenía todo el control. Nos gobernaba por el miedo y era horrible. Esos años fueron...No pudo seguir.
Los recuerdos la inundaron y se le cerró la garganta. La imagen de ella paralizada en un rincón mientras él gritaba a su madre. La furia en su rostro mientras la golpeaba con los puños. Las muchas noches que había intentado defenderla sólo para recibir el mismo trato. Los años de mangas largas y maquillaje. El miedo a hablar y la sensación de culpabilidad al oír los golpes del otro lado de la pared, demasiado paralizada para hacer nada. El andar de puntillas siempre temerosa de decir algo inadecuado o hacer algo mal. Años esperando oír decir a su madre que aquello se había terminado, pero eso nunca sucedió.
Por primera vez, Paula olvidó todos los atestados policiales, la terapia, todas las formas en que se había dicho que había progresado y sencillamente lloró... lloró lagrimas frías y desoladoras. Pedro la rodeó con sus brazos cálidos, sólidos, seguros. Lloró por la infancia que había perdido, la culpa que aún sentía, el miedo que nunca acababa de desaparecer y el hecho de que, por fin, había llegado al punto en que podía llorar por todo.Luca lo había hecho posible. Por algún milagro la había empujado a vivir y le había mostrado la realidad. Después de unos minutos se recostó en el sillón y se secó los ojos. Pedro fue al cuarto de baño y volvió con una caja de pañuelos de papel. Le ofreció un par de ellos.
—Siento haber llorado encima de tí.
—Por favor, no te disculpes —se sentó en el borde de la mesita de café mirándola—. Sólo quiero asegurarme de que estás bien.
En ese momento sonó el teléfono y Pedro lo miró con el ceño fruncido.
—Atiéndelo —dijo Paula, pero Pedro sacudió la cabeza.
—Puede esperar.
El teléfono siguió sonando y él se levantó a atenderlo. Paula se sintió agotada. Sólo se había sentido así de agotada el día que tuvo que testificar en el juicio. Oyó a Pedro hablar por teléfono. Sus ojos seguían fijos en ella, que trataba de recolocarse el pelo.
—Lo siento, pero estoy con algo mucho más importante ahora mismo. Tendrás que ocuparte tú. Llamaré mañana —colgó el teléfono y volvió con ella, se sentó en la mesa y le agarró las manos—. Lo siento.
—Si tienes que irte, por mí está bien. Estoy bien.
—No estás bien. Y puede esperar. Ahora, mi prioridad eres tú.
Jamás, en toda su vida, nadie le había dicho algo así. Nadie la había puesto en primer lugar. Pero Pedro, el adicto al trabajo, había dejado lo que fuera que lo reclamaba. Se humedeció los labios.
—Hoy se me han olvidado todas las cosas que aprendí en la terapia y sólo he sentido el miedo, la responsabilidad. Si hubiera hecho otra cosa no habría sucedido... —tragó, le costaba seguir—. Oh, pensaba que ya lo había superado. He trabajado muchísimo y de pronto parecía como si no hubiese pasado todo ese tiempo. Y entonces has aparecido tú. Me he alegrado tanto de verte...
—Te había agarrado, no podía permitirlo —le acarició en una mejilla.
—En ese momento estaba atrapada, había retrocedido siete años. Ese día... —su voz casi se desvaneció un momento.
Todo estaba en el atestado policial. En su historial médico. Pero nunca se lo había contado a nadie a quien no estuviera pagando para ello.
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