—Prácticamente puedo oír tu mente trabajar, Pau—dijo sin darse la vuelta—. Por favor, déjalo.
Paula se levantó y se acercó a la ventana para quedarse de pie tras él. Lo rodeó con los brazos y apoyó la mejilla en su espalda. Pedro tragó para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Lo que él había pasado en su infancia no era nada comparado con el infierno que ella había vivido. Trató de imaginársela en el suelo, herida, y no pudo. Le parecía demasiado terrible. ¿Qué clase de hombre le hacía algo así a otro ser humano? ¿A una mujer que se suponía que amaba?
—Está nevando —murmuró él.
¿Por qué la gente hería a quienes se suponía que quería? Sabía que no podía dejar a Paula pasar sola por aquello, aunque eso le trajera recuerdos que aborrecía, como los de reconfortar a Carolina cuando su madre los había abandonado. Su abuela siempre había estado ahí para ayudar. ¿Qué diría ella en ese momento? Sabía exactamente lo que diría y no le gustó la respuesta. Le habría dicho que dejara el rencor y perdonara.
Paula suspiró apoyada en su espalda y él cerró los ojos. Menudo día. Se alegró de haber manejado a Reilly como lo había hecho. Una respuesta física habría asustado aún más a Paula. Todo el día había pesando sólo en Paula y eso no era bueno. Ella no necesitaba a un hombre como él. Necesitaba alguien en quien poder apoyarse. Alguien que le diera estabilidad y seguridad y formara un hogar con ella. Incluso había hablado del deseo de tener hijos. Él siempre había sido el heredero de Alfonso, el que todo el mundo asumía que ocuparía el lugar de su padre. Y seguía luchando contra él. Miró el reflejo de la habitación en los cristales. No había nada personal en ella, ni cuadros, ni adornos, nada que la convirtiera en un hogar y así era como vivía él. Era lo que era. Finalmente la olvidaría. Pero con sus brazos alrededor, lo único que deseaba era abrazarla.
—Quédate esta noche, Pau.
—Pedro, yo... —se incorporó y separó la mejilla de la espalda.
—No en mi cama —por una vez en su vida aquello no tenía nada que ver con el sexo. Se dio la vuelta para mirarla—. Simplemente, quédate. Me preocuparé mucho por tí si te vas a casa. Puedes quedarte con la cama. Dormiré en el sofá.
—Lo que has hecho hoy por mí no lo ha hecho nadie nunca. No puedo abusar más de tu tiempo.
—No abusas de mi tiempo —se miraron en silencio—. Espera aquí —desapareció en el dormitorio y volvió con una camiseta—. No tengo pijama para dejarte.
—Gracias —aceptó la camiseta.
Ella desapareció en el dormitorio y oyó la puerta del cuarto de baño cerrarse. Al no oír nada después de unos minutos, decidió ver qué pasaba. Estaba en su cama, con el edredón hasta la barbilla. Se había dormido antes de que hubiera podido preguntarle si quería comer algo.Mari se despertó por la luz del sol que se colaba por la ventana. Se apartó el pelo de la cara y vio que esta en la cama de Pedro. Había pasado allí la noche. Y ni siquiera se había acordado de ir a casa, ni de Bobby. Tuvo la esperanza de que hubiera salido por la portezuela del porche.
Miró el reloj: las nueve de la mañana. ¡Había dormido de un tirón y no había sufrido ninguna de las pesadillas que la asaltaban últimamente! Sintió un poco de inquietud al pensar que todo el personal estaría ya en el hotel y ella sólo tenía la ropa del día anterior. Tenía que haber usado la cabeza por la noche. Bueno, nada había sido lógico la noche anterior.
—Buenos días —dijo Pedro desde la puerta.
—Pedro, lo siento mucho, he dormido... —se sentó en la cama.
—Aquí toda la noche —terminó él la frase con una sonrisa—. Casi quince horas.
—Debía de estar más cansada de lo que pensaba —dijo, un poco confusa.
Sintió que se estaba ruborizando. Tenía que salir de aquella situación con un poco de ingenio. A la luz del día se dio cuenta de que haberle revelado sus verdaderos sentimientos había sido un error.
—Creo que dormir así te hacía falta desde hacía mucho —respondió él.
Llamaron a la puerta y Paula lo miró desconcertada. Él se limitó a encogerse de hombros.
—He pedido que nos traigan el desayuno, debes de estar muerta de hambre, ayer no cenaste.
Se fue a abrir la puerta mientras Paula se vestía y se recogía el pelo. Cuando salió del dormitorio un camarero empujaba un carrito lleno de bandejas.
—Gracias, Gerardo—Pedro le dió un billete, el camarero asintió y sonrió en dirección a Paula.
—¿Qué va a pensar el personal de todo esto?
—Ya has estado aquí.
—No así. No saliendo de tu dormitorio.
Pedro acercó el carrito a la mesa.
—No te preocupes. Estoy acostumbrado. Siempre se olvida.
Paula cerró la boca. Luca estaba acostumbrado a esas situaciones. Ella no.
—Siento lo de ayer. No debería haber vaciado mis preocupaciones en tí—se sentía obligada a disculparse.
De pronto hubo una sensación de incomodidad entre los dos. Quizá él se sentía molesto por conocer todos sus secretos. No podía culparlo por ello.
—Está bien. Es bueno lo que has hecho. Imagino que te sientes mejor por haberlo sacado. Lo comprendo, Paula, de verdad.
¿Por qué actuaba él de un modo tan distinto? La noche anterior le había agarrado la mano y ella le había contado sus más profundas preocupaciones. La había abrazado y ella había llorado. En ese momento... Dios, la estaba tratando como si fuera una de sus aventuras.
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