Pedro vió la mirada de Paula fija en el suelo. Seguía asustada. Recordó un instante su vibración, su risa la noche que habían bailado juntos. Ningún hombre, cliente o no, tenía derecho a amedrentarla. A usar la fuerza contra ella.
—Acabo de darme cuenta, señor Reilly. Lo sentimos muchísimo, pero el Cascade no tiene ninguna habitación vacía en este momento. Estoy seguro de que podrá encontrar alojamiento en cualquiera de los estupendos establecimientos de Banff. Por favor, salga de aquí.
—¡Y un cuerno! ¡Voy a hacer que en las oficinas centrales se enteren de esto!
Su intento de resolver la situación había fallado y Pedro sabía que no podía tener a alguien así alojado en el hotel. Esa situación tenía que terminar ya. Si hacía algo así en un vestíbulo, ¿Qué podría hacer en una habitación con una camarera? Tenía la obligación de proteger a su personal. Un deber con Paula.
—Por favor, hágalo. Estoy seguro de que mi asistente enviará su queja con la máxima celeridad.
—Hijo de...
Pedro lo interrumpió. Cualquier pretensión de ser amigable había desaparecido.
—Estoy seguro de que las autoridades locales estarán encantadas de proporcionarle transporte si no dispone del suyo propio —hizo un gesto con los dedos sobre la pierna sabiendo que dos personas de seguridad del hotel se presentarían en segundos. Habría preferido no tener que recurrir a la policía, pero todo tenía un límite.
Reilly cuadró los hombros, recogió su maleta del suelo y salió del vestíbulo jurando. Paula lo miró con el rostro aún demudado.
—Lo siento, Pedro. No sabía que...
—No te disculpes. Ven conmigo.
Lo siguió.
—¿Adónde vamos?
—A mi suite para que puedas recomponerte.
Él abrió la puerta y ella entró delante. Se acercó al minibar y sirvió un poco de brandy. Se lo dió.
—Bébete esto. Te devolverá el color a las mejillas.
Paula bebió un sorbo que le ardió en la garganta. Pedro estaba enfadado. Ella había manejado todo mal y estaba enfadado con ella. Al menos, iba a tener el detalle de decírselo en privado.
—Pedro, lo siento —bebió otro sorbo y le devolvió la copa.
—¿Sientes qué?
—Es mi trabajo manejar a los clientes y hoy no he sabido hacerlo.
—Por Dios, ¡no te disculpes por la conducta de ese animal!
Mari dió un paso atrás por el estallido.Él temperó su tono por la reacción.
—Yo soy quien lo siente, Paula. Cuando he visto que te agarraba... parecía como si te fueras a desmayar.
—¿No estás enfadado conmigo?
—No, cariño —se acercó y la rodeó con los brazos—. No estoy enfadado.
Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos mientras los cerraba.
—Lo he visto tocarte y me han dado ganas de agarrarlo del cuello y sacarlo a la calle —le dijo al oído—. Pero ése no es el estilo Alfonso. Al menos, no el de los hoteles. Alfonso es clase y elegancia, no peleas en el vestíbulo. Aunque se lo mereciera.
—Me alegro de que no lo hicieras. Yo... odio la violencia. Pero tenía miedo, Pedro. Mucho miedo.
—Me he dado cuenta y he tenido que contenerme.
Salió de entre sus brazos.
—Puedes pensar que has sido amable, pero he visto la mirada furiosa en tus ojos. Oh, Pedro, me he alegrado tanto de verte... Sabía que no permitirías que me pasase nada.
—No dejaré que te hagan daño —le pasó un dedo por la mejilla.
—Pero sé que hombres como Reilly pueden hacerlo —empezó a temblar.
Paula sintió los temblores en su interior y fue incapaz de controlarlos. Se quedó fría y de repente no podía respirar.
—¡Porco mondo!
Apenas registró la exclamación de Pedro mientras él le agarraba los brazos y la llevaba hasta el sofá. Le dijo algo en italiano. La respiración se le aceleró y empezó a ver puntos grises.
—¡Maldita sea! ¡Pau, pon la cabeza entre las piernas! —ordenó mientras le empujaba la cabeza. Ella cerró los ojos—. Respira, cariño —su voz se volvió suave y ella se concentró en respirar.
Reilly se había ido. Fernando se había ido. Nadie le haría daño.Si se lo repetía muchas veces, quizá llegara a creerlo.En unos minutos recuperó el control. Las sacudidas la habían atacado tan rápido y fuerte que no le había dada tiempo a prepararse. Las había sufrido con frecuencia hacía tiempo. había bajado la guardia desde que pasaba los días con Pedro. Estaba a salvo con él. Se ocupaba de ella y saberlo le hacía sentir ganas de echarse a llorar. Siempre había estado sola. Esa vez no, estaba Pedro.
—Pensaba que ibas a pegarle —murmuró abrazada a las rodillas.
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