–No hace falta que digas nada –dijo él. Se puso en pie y, al pasar junto a Paula le dió un beso en la cabeza–. Lo sé.
Para Paula fue como si se encontraran por primera vez y pensó con tristeza que tenían las horas contadas para recuperar el tiempo perdido.
Cuando Mateo se durmió, Pedro se sentó en la sala de estar, a oscuras. El aire olía a tormenta.
–Voy a tomar un té antes de marcharme –dijo Leonardo–. ¿Quieres uno?
Pedro asintió. Era una excusa para que Leonardo se quedara. Necesitaba hablar. Leonardo llegó con el té y se sentó.
–Tienes cara de preocupación –comentó. Tras dar un sorbo al té, añadió–: Y si no me equivoco, es por culpa de esa chica.
–No te equivocas –respondió Pedro.
–Estás obsesionado con ella. Lo dice cada una de las arrugas de tu entrecejo. Pero te aseguro que el sentimiento es recíproco.
Pedro pensaba que Leonardo podía estar en lo cierto. Las miradas de Paula, las excusas que, como él, había buscado para alargar la visita, la forma en la que había reaccionado a su beso… parecían señalar en esa dirección.
–La he besado –dijo–. Creo que Mateo nos ha visto –apoyó los codos en las rodillas y se pasó una mano por la boca–. Y le he pedido que se quedara.
–¡Vaya! –Leonardo exhaló lentamente–. Estaba claro que había algo entre ustedes, pero ¿No estarán yendo demasiado deprisa?
–No hay más remedio. Le han ofrecido un trabajo en Roma y mañana tiene que decir si lo acepta o no. No tengo tiempo para cortejarla ni para citas románticas.
–Parece una mujer muy especial, pero ¿Crees que siente lo mismo que tú?
–Le he oído decir a Mateo que soy el mejor hombre que ha conocido en su vida.
Loenardo lo miró con cierto escepticismo.
–¿Ésas son todas las pruebas que tienes?
–Leo, me hace reír –dijo Pedro–. Su sola presencia hace que quiera sonreír. Disfruto cada minuto que pasamos juntos y ansío volver a verla en cuanto se va. No es sólo una mujer hermosa. Es el rayo de luz que ilumina mis tinieblas.
–Si es así… –Leonardo empezó con aire reflexivo–. No creo que necesites mi consejo. Pareces bastante decidido.
Pedro se tensó al pensar en el principal obstáculo que se interponía entre él y Paula. No temía ni a la distancia ni a las vacilaciones de ella tanto como a la reacción de su hijo.
–¿Y Mateo? –preguntó.
–¿Qué pasa con él? –preguntó Leonardo, entornando los ojos.
–¿No debería tener en cuenta su opinión?
–Si se tratara de quién va a venir a su fiesta de cumpleaños o si prefiere un columpio o un tobogán, sí. Pero respecto a la persona de la que debes enamorarte, no. Porque entiendo que estás enamorado de Paula… –Pedro lo miró y luego asintió con un movimiento seco de la cabeza. Leonardo continuó–: En eso Mateo no tiene derecho a opinar. Ni siquiera tú lo tienes, muchacho. Y si quieres que te diga la verdad, pienso que a él le vendría tan bien como a tí tener a su lado una chica tan llena de vida.
Tras dar una palmada a Pedro en la rodilla, Leonardo lo dejó a solas con sus pensamientos. Y lo primero en que pensó fue en que Paula no había dudado en devolverle el beso, y en que él hubiera podido olvidarlo todo y seguir besándola en medio de una explosión nuclear. También recordó que, al ver a Mateo en la ventana, se había dado cuenta de que hacía tiempo que su sentido de la responsabilidad hacia él estaba contaminado por el miedo. Haber conocido a Paula y haberse enamorado de ella le permitía ver la realidad bajo un nuevo prisma. Su responsabilidad principal era ser feliz y hacer de su hijo una persona responsable y segura de sí misma. Y para ser feliz la necesitaba. No podía esperar seis meses a que, si pasaba por Cairns, fuera a visitarlo. El corazón se le encogió de sólo pensar en no poder verla, tocarla o besarla en tanto tiempo. No iba a encontrar la solución charlando con Leonardo o confesándose en el blog. Tenía que enfrentarse al problema de cara.
–Leo, perdona que abuse de tí, pero quiero pedirte un favor.
Paula estaba sentada en la cama leyendo sus correos electrónicos, cuando oyó que llamaban a la puerta. Gonzalo, Tamara y los niños habían ido a casa de los padres de Tamara, así que esperó inmóvil a que el visitante se marchara. Pero volvió a llamar. Y no lo hizo usando el timbre, sino lanzando piedrecitas a la ventana de su dormitorio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario