martes, 4 de mayo de 2021

Soy Tuya: Capítulo 25

 –Tienes razón. Mateo se parece mucho a ella –añadió él, mirando súbitamente por la ventana como si en el exterior hubiera algo de gran interés.


Paula tuvo que reprimir el impulso de tomarlo por la barbilla y obligarle amirarla con la misma sonrisa que de pronto se había borrado de sus labios.


–Siempre he pensado que en temperamento se parece más a mí –continuó él–, pero debe ser lo que nos pasa a los padres adoptivos: Buscamos rasgos de nuestra personalidad que en realidad no existen.


–Parece un niño… encantador –dijo Paula, que de pronto tuvo una punzada de celos–. Seguro que, en parte, lo es gracias a tí.


Hubiera podido abofetearse por utilizar una palabra tan poco sutil, pero lo olvidó todo cuando Pedro volvió a mirarla con una de sus tenues sonrisas, como si se tomara lo que acababa de decirle como un gran halago. La comida llegó y Paula tuvo ganas de abrazar a la camarera por interrumpirlos. Bebió el café de un sorbo para tranquilizarse y se arrepintió al instante. En primer lugar porque Pedro estaba en lo cierto y era el mejor café que había tomado fuera de Roma. En segundo lugar, porque estaba tan caliente que le quemó la boca. Él comió lentamente y sin hacer ni una miga, mientras que ella, a pesar de los esfuerzos que hizo por imitarlo, acabó mucho antes. Siempre comía demasiado deprisa, casi con glotonería. Él midió la velocidad y las porciones a la perfección de manera que, cuando acabó de comer, todavía le quedaba un poco de café tibio.


–¿Y tu familia? –preguntó él, limpiándose las comisuras de los labios con la servilleta–. ¿Tus padres todavía viven aquí?


Paula se pasó la lengua por los dientes para asegurarse de que no le quedaban migas.


–No, yo fui una sorpresa tardía –iba a dejarlo ahí, pero el hecho de que Pedro le hubiera hecho confidencias la noche anterior la animó a continuar–. Hubo complicaciones durante el parto y mi madre murió.


Pedro entornó los ojos y la miró atentamente.


–Debió ser difícil crecer sin una madre –comentó.


Paula movió la mano en el aire como para quitarle importancia.


–Sobreviví. Tenía un hermano mayor con ojos en la nuca para controlarme. Además, no se suele echar de menos aquello que nunca se ha tenido.


«Al contrario de lo que le sucede a Mateo», se dijo. El pobre chico sabía perfectamente lo que se perdía al no tener a su lado a su luminosa e incandescente madre. A Paula se le encogió el corazón y se enfadó consigo misma por ser tan emocional. No podía dejarse llevar por los sentimientos que Pedro despertaba en ella por muy atractivo que fuera y aun cuando sus ojos grises la atrajeran como dos imanes. Pero tampoco podía dejarse llevar por la compasión por ese niño de manos pegajosas que, después de tomar la suya y luego soltarla, la dejaba como si le hubieran amputado una parte del cuerpo. Se frotó las manos para olvidar aquella sensación y se entretuvo pinchando un trozo de beicon con el tenedor.


–¿Y tu padre? –preguntó Pedro.


–Murió cuando yo tenía quince años –respondió ella, al tiempo que alzaba los hombros en un gesto característico con el que siempre acompañaba las referencias a su historia familiar.


–¿Cómo? –preguntó él, sin perder el tiempo con las típicas expresiones huecas que acostumbraban a seguir a sus palabras.


También ella hubiera deseado actuar con la misma naturalidad, pero los diez años transcurridos y la vida alocada a la que se había entregado no la habían librado de un sentimiento de culpa que la reconcomía por dentro.


–Yo era una chica muy difícil. Papá tenía un gran corazón, pero me empeñé en ponerlo a prueba y, al final, se rompió –dijo con convicción.


–¡Tonterías! –dijo él con tanta vehemencia que desconcertó a Paula–. Tú no tenías poder para decidir cuánto sufría tu padre ni cómo podía enfrentarse a su sufrimiento. Aunque hubieras sido un ángel, su corazón estaba programado para preocuparse por tí, no para colapsar porque dijeras más palabras malsonantes que tus amigas.


Mientras hablaba, sus ojos se iluminaron con un brillo risueño y Paula estuvo a punto de creer lo que decía. Pensó: «Él es padre y debe saber lo que dice». Pero al instante se dió cuenta de que Mateo ni siquiera había entrado en la adolescencia, y pensó que quizá debía ponerle sobre aviso, dándole algunos ejemplos de lo salvaje que ella había llegado a ser y de cuánto podía llegar a transformarse mateo. Sin embargo, optó por no borrar la alegría de aquellos divinos ojos grises.


–Y deduzco que tu hermano mayor, Gonzalo, se convirtió en tu guardián –dijo Pedro.


–Y desempeñó su papel como si en ello le fuera la vida. Habrás observado que, para él, darme órdenes es más una vocación que un deber.


–Para eso están los hermanos mayores.


–Lo que no significa que tenga que gustarme.


Pedro se inclinó hacia Paula y sus cabezas quedaron a apenas unos centímetros de distancia…

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