jueves, 20 de mayo de 2021

Soy Tuya: Capítulo 41

Tras darse una ducha durante la que no fue capaz de poner en orden sus confusos pensamientos, Paula se puso el pijama de terciopelo rojo y bajó. Gonzalo estaba en el cuarto de estar, bebiendo un brandy y leyendo la sección de deportes del periódico.


–¿Cómo es que no estás por ahí con tu amigo? –preguntó sin alzar la vista.


–No es mi amigo.


Gonzalo dobló el periódico.


–¿Y por qué no?


–Porque nunca tengo amigos en el sentido que tú quieres darle. No… puedo.


–¿Por qué no puedes?


–Porque hasta hace poco creía que era letal para cualquier hombre. Y ahora que no estoy tan segura, necesito tiempo para adaptarme –Paula se miró las uñas y se quitó una pelusa imaginaria–. He tenido una conversación esta tarde con un niño de ocho años que ha servido para darme cuenta de que no tiene sentido que me culpe por la muerte de papá.


–¿Que te culpes de qué? –Gonzalo la miró con los ojos a punto de salírsele de las cuencas.


Paula lo miró. En su interior se mezclaban los recuerdos del pasado con el beso de Pedro y la noción de que estaba enamorada de él.


–Vamos, Gonza, el día que falté al colegio y al llegar a casa encontré a papá muerto, tú me gritaste, y lo recuerdo palabra por palabra: «Mira lo que has conseguido». Pero no fue culpa mía, Gonza –miró fijamente a su hermano–. Me ha costado mucho darme cuenta, pero hasta que tú me digas que tengo razón, no voy a conseguir sentirme mejor.


Gonzalo abrió la boca para protestar. Paula le dió tiempo a que reflexionara. Después de todo, acababa de hacer una grave acusación. Y de pronto, el rostro de su hermano se transformó de manera que pareció envejecer diez años.


–Papá tenía sesenta y cinco años, y siempre padeció del corazón –dijo al fin–. Y si te dije eso, fui un completo imbécil.


Paula miró a su hermano atónita al oír las palabras que tanto necesitaba escuchar. Y en lugar de aprovechar para liberar el resentimiento que la habíacorroído todos aquellos años, se entregó al placer de asimilarlas al tiempo que, como si cayera un velo de sus ojos, dejaba de ver a su hermano como el insensible tirano que siempre había sido para ella.


–Papá murió porque tenía una espantosa dieta –continuó Gonzalo, malhumorado–, porque trabajaba demasiado y porque nunca hizo ejercicio. Siento muchísimo haberte hecho creer otra cosa –se pasó la mano por los ojos y continuó–: Tú eras una niña lista y vivaracha, pero te dedicabas a desperdiciar tu talento saliendo por la noche con tus amigas. Y me duele que sigas haciéndolo.


–Yo sólo quería que papá me hiciera caso –protestó Paula. «Y que tú me dedicaras tiempo en lugar de sólo reñirme», pensó.


–Lo sé –dijo Gonzalo, mirándola a los ojos–. Y también lo sabía entonces. Pero tú lo eras todo para él.


En el fondo, también Paula lo sabía, pero necesitaba saber qué significaba para Gonzalo. No era la relación con su padre lo que había marcado su infancia, sino la relación con la figura paterna que en aquel momento estaba sentada ante ella.


–¿Y por qué tú me reñías por cualquier cosa mientras que él ni siquiera se daba cuenta de si llegaba de madrugada y con el lápiz de labio corrido?


–Cada uno demuestra su amor como puede, Piccolo. La mía era ruidosa, la de papá, callada. Él admiraba tu energía y tu insolencia, y me criticaba por intentar cortarte las alas.


–¿De verdad? –Paula nunca lo hubiera adivinado.


–Tienes que pensar que yo tenía doce años cuando naciste, cuando mamá murió y cuando te convertiste en la niña adorada de mi héroe. Tú, que te saltabas las normas, que suspendías todo y que te hiciste un piercing a los catorce años. Y no era mucho mayor que tú eres ahora cuando murió papá. Imagínate que tuvieras que responsabilizarte de repente de una adolescente difícil. Una vez te conviertes en padre, Pau, tus necesidades y deseos quedan relegados a un segundo lugar.


A medida que Gonzalo hablaba, Siena sentía que la indignación iba abandonándola como si una niebla se fuera disipando. Pensó en la conversación con Mateo, en la admiración con la que el niño la había mirado, y en cómo su único deseo en aquel instante había sido protegerlo de todo mal. Eso era lo que Gonzalo había hecho: dedicar su juventud a protegerla. Tragó saliva.


–Gonza, lo… –la palabras le quemaban la lengua.

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