Las piernas de Mateo se giraron hacia Paula y chocaron con sus rodillas. Pedro se dió cuenta de que Mateo le había dado un abrazo. Puso una mano en la pared para no perder el equilibrio.
–De acuerdo –dijo Paula sin poder ocultar la emoción–. Será mejor que bajemos antes de que tu padre crea que nos hemos ido y nos deje sin salchichas.
Pedro bajó varios peldaños de la escalera a toda prisa y esperó a que Mateo se asomara por la puerta para fingir que estaba subiendo.
–¡Papá! –exclamó Mateo con un brillo en los ojos que le llegó al corazón.
–¿Sí? –dijo, reprimiéndose para no abrazarlo.
–¡He olvidado la salchicha en mi dormitorio! –dijo Mateo, y corrió a buscarla.
Paula salió del dormitorio de Pedro y, al verlo, se quedó paralizada.
–Seguro que Mateo se ha empeñado en enseñarte la caja del alcanfor. Nunca supimos por qué, pero de pequeño le fascinaba.
Paula sonrió. Tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas.
–Así es. ¿Dónde están esas salchichas que me has prometido? Estoy muerta de hambre –dijo. Y, pasando de largo, bajó las escaleras al trote dejando un rastro de perfume a su espalda.
Paula se despidió después de haber disfrutado de una pintoresca merienda de salchichas recalentadas en compañía de un hombre, un niño y un hippy maduro.
–¿Esa bicicleta es tuya? –preguntó Mateo al acompañarla a la puerta.
–¡Casi lo olvido! ¡Es un regalo para tí! –dijo Paula–. Ya que he destrozado la tuya, lo menos que podía hacer era comprarte otra. La única condición es que siempre que vayas a usarla avises a tu padre, y que te pongas casco y rodilleras. Eso, y levantarte cada día tal y como hemos hablado antes, ¿De acuerdo?
–¡Claro! ¡Gracias! –Mateo exclamó, al tiempo que hacía girar el manillar y probaba el timbre–. ¡Lo prometo!
–Dí adiós –dijo Pedro a su hijo.
–¡Adiós, Paula! –dijo Mateo, que ya se había subido a la bicicleta y la probaba dando vueltas al salón.
–¿A qué te referías cuando le has dicho a Mateo lo de cómo levantarse? – preguntó Pedro cuando iban hacia el coche. Ella no había logrado convencerlo de que no hacía falta que la llevara a casa.
Paula se apoyó en la puerta del acompañante y se cruzó de brazos.
–No era nada importante.
Pedro se colocó a su lado e imitó su postura.
–¡Bueno…! –dijo.
–¡Bueno…! –repitió ella–. Ha sido una tarde muy… educativa.
Pedro la miraba fijamente, pero Paula no era capaz de adivinar lo que pensaba. Aunque no lo conocía lo bastante como para poder interpretar su lenguaje corporal, a lo largo de la tarde lo había descubierto mirándola y sonriendo de una manera peculiar, y había actuado con una decisión y una seguridad en sí mismo que le había resultado extremadamente atractiva. Tampoco ella había dejado de sonreír, aunque había tratado de convencerse de que su alegría estaba relacionada fundamentalmente con la conversación que había mantenido con Mateo. Había entrado en el dormitorio de su padre, superando el temor que le causaban sus peores recuerdos, gracias a que otra persona la había necesitado.
–Podrías quedarte –dijo Pedro.
Y la imagen de heroína que Paula estaba visualizando, se desvaneció como el humo. Esperó a que Pedro continuara, y en el silencio que siguió, creyó oír que el corazón se le agrandaba en el pecho. Pero tras una pausa, él añadió:
–A cenar –y el corazón de Paula se desinfló al instante.
–No –respondió–. Es mi última noche en la ciudad y debería pasar algún tiempo con la familia de Gonzalo. Ni siquiera sé cuándo volveré, sobre todo si acepto ir a Roma.
Sin inmutarse, Pedro sonrió y le retiró un mechón de cabello detrás de la oreja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario