–Precisamente por eso, ¿Por qué no te quedas? –repitió con una voz profunda y acariciadora que Paula interpretó de una sola manera: Se refería a quedarse en Cairns, con él.
Sintió que le faltaba el aire, pero antes de que pudiera reaccionar, Pedro se inclinó hacia ella y la besó. En la fracción de segundo que precedió a que sus labios se juntaran, pensó que le daría un tímido y vacilante beso. Pero cuando los labios de él la tocaron lo hicieron con decisión y seguridad, sin titubeos ni falta de práctica. Y fue Paula quien sintió que le temblaban las piernas y que su cuerpo se fundía con el coche. Cerró los ojos y, en una fracción de segundo, se dió cuenta de que se trataba del beso apasionado de un hombre que la consideraba valiosa y excepcional; un hombre que le hacía sentir viva, como si tuviera una bola de fuego bajo sus pies, como si cayera al vacío, pero supiera que él estaría al fondo para recogerla. Aunque siguieron uno junto al otro, sin tocarse, y Pedro estaba varios centímetros de ella, Paula no recordaba haberse sentido tan íntimamente unida a un hombre. Pedro le transmitía tanta ternura y sensualidad que todas sus preocupaciones respecto a él, a la vuelta a casa, a su familia y al amor, se disiparon. Sólo quería que aquellas manos fuertes y creativas la tocaran y la abrazaran. Nada tenía importancia excepto él. Sus labios, su calor, su fuerza, su invitación a quedarse a pesar de que ella había creído que en su corazón sólo había cabida para su hijo. Como si pudiera leer su mente, Pedro rompió el beso. Ella abrió los ojos, pero en lugar de la expresión de culpabilidad o sorpresa que esperaba encontrar en los de Pedro, descubrió que sonreía de oreja a oreja. Sus ojos brillaban como dos piedras preciosas y la arruga que se le formaba en la mejilla cuando sonreía de verdad nunca había sido tan evidente. Daba la sensación de haber encontrado al fin algo maravilloso por lo que mereciera la pena sonreír a la vida. Paula no podía apartar los ojos de él. Era un hombre verdaderamente maravilloso, guapo, generoso y profundo. Y ella le gustaba. Y la tonta de ella había hecho exactamente lo contrario de lo que se había propuesto. Se había dejado llevar por sus sentimientos y, sin darse cuenta, se había enamorado de él. El descubrimiento la sacudió de tal manera que pasó de sentirse la persona más feliz del mundo a quedarse paralizada por el horror.
–¿Puedo preguntar que está pasando tras esa mirada de consternación? – preguntó Pedro sin dejar de sonreír, al tiempo que le acariciaba la mejilla con los nudillos.
–Creo que deberías llamar un taxi –dijo ella, esforzándose por aparentar firmeza. No debía dejar lugar a dudas. Tenía que marcharse y pronto.
Un movimiento llamó su atención y, cuando alzó la vista, vió que se trataba de la cortina de su antiguo dormitorio. ¿Cuánto tiempo llevaría Mateo en la ventana? Lo último que el niño necesitaba era alguien que añadiera mayor confusión a su vida.
–Paula, no lo hagas, no huyas… –empezó Pedro.
Paula lo interrumpió antes de que alguno de los dos dijera algo de lo que acabara arrepintiéndose.
–Pedro, de verdad creo que lo mejor es que llames un taxi –hizo una seña hacia arriba y él descubrió a Mateo en la ventana, con la nariz pegada al cristal.
Frunció el ceño y apretó los dientes.
–Está bien –dijo en un susurro–. Deja que te lleve a tu casa.
–Quédate. Yo estoy bien, pero Mateo te necesita.
«Y yo no. Yo te quiero, pero no estoy dispuesta a necesitar a nadie!», quiso gritar.
Pedro asintió.
–Eso es verdad.
Paula sacó el móvil del bolso y pidió el número de teléfono de un servicio de taxis. Pedro no se lo impidió. Ella intentó sonreír en vano. En el fondo de su corazón sabía que él amaba tanto a Mateo que la dejaría marchar. Como si el destino estuviera de su lado, el taxi llegó en un tiempo récord. Pedro se inclinó para despedirse por la ventanilla.
–Te llamaré más tarde –dijo.
«Puede que no conteste», pensó ella.
–Dile a Mateo que espero que se encuentre mejor y que tenga cuidado con la bicicleta.
Se volvió hacia el conductor y le dió la dirección de Gonzalo.
–Adiós, Pedro –se despidió cuando el coche arrancó.
Y en aquella ocasión mantuvo la vista fija al frente.
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