–Si, tal y como asegura tu hermano, eres una nómada, ¿Qué te ha traído a tu hogar?
Hogar. Paula esperó a que la palabra le hiciera sentir náuseas, pero en los labios de Pedro adquiría nuevas connotaciones que despertaban un cosquilleo en su estómago.
–Tengo una entrevista esta tarde con el mismísimo Maximilliano –miró el reloj e hizo una mueca al darse cuenta de que tendrían que volver pronto.
–Supongo que en las oficinas centrales de Port Douglas –dijo Pedro–. Hace un par de años me encargó un mueble para su casa.
Paula se apoyó en el respaldo del asiento.
–Supongo que no se trataría de un cambiador –era de todo el mundo conocido que Maximilliano era gay.
–La verdad es que no. ¿Y te ha citado para convencerte de que te quedes? Conozco a varios ejecutivos que acabaron instalándose aquí después de una de esas reuniones. Parece ser una de sus estrategias.
Paula sintió un escalofrío al oír lo que llevaba temiendo todos aquellos días. Hasta sus colegas de trabajo habían hecho apuestas al respecto.
–La verdad es que no sé para qué quiere verme.
–¿Qué es lo que querrías?
–Que me enviara a Roma –dijo Paula sin titubear–. Es el máximo puesto al que uno puede optar dentro de la compañía y lo deseo más que nada en el mundo.
Una sombra cruzó el rostro de Pedro, y Paula, consciente de que la habían causado sus palabras, apartó la mirada.
–Por cierto –exclamó, fingiéndose sorprendida al mirar el reloj–. Tendremos que volver pronto si no quiero llegar tarde a la cita.
Pedro hizo una señal a la camarera para que les preparara la cuenta. Cuando Paula hizo ademán de sacar la tarjeta de crédito, él la detuvo con un gesto de la mano.
–Invito yo –dijo.
–¡Eres un hombre de otra era! –bromeó Paula–. Los hombres con los que salgo asumen que pagamos a medias.
Pedro sonrió maliciosamente al tiempo que sacaba unos billetes de la cartera.
–Ya pagarás la próxima vez.
¿La próxima vez? Aquella sonrisa… Paula apretó los dientes. Pedro le tendió la mano para ayudarla a levantarse y ella se sintió orgullosa de sí misma por seguir respirando pausadamente aun cuando él entrelazó los dedos con los suyos para guiarla al exterior. Una vez fuera, Pedro le tomó la mano y se la colocó en el ángulo del brazo. Para contrarrestar el embriagador efecto que aquel gesto tuvo en ella, se gritó: «Me voy mañana. El sábado estaré en un avión rumbo a Melbourne y no pienso volver nunca más». Pero, a pesar de la vehemencia que trató de imprimir a sus mudas afirmaciones, no consiguió creer en ellas. No podía negar que había pasado un rato maravilloso con alguien que le obligaba a estar alerta, que le contaba cosas interesantes, que le hacía sentir un delicioso calor interior y con quien había hablado de cosas que solían reservarse a las amistades profundas. Aunque siempre cabía la posibilidad de que todo ello hubiera sucedido precisamente porque se marchaba al día siguiente… En cualquier caso, aunque reuniera a sus amigos desperdigados por todo el mundo, a sus elegantes y cosmopolitas Gustavo o Mariano, a las azafatas con las que había compartido tantos vuelos y tantas noches de diversión en Nueva York, estaba segura de que no lograría ser tan feliz como apoyada en el fuerte y cálido brazo de Pedro después de haber disfrutado de un almuerzo delicioso, aunque nada sofisticado. En el futuro, cuando tuviera que buscar un recuerdo agradable para salvar una situación tensa, pensaría en aquella escena con palmeras, tiendas coloridas, cielos azules y un hombre muy especial a su lado. Para cuando llegaron al teleférico casi se había convencido de que él podría llegar a ser su «Amigo» en Cairns si es que sus viajes la llevaban allí de vez en cuando. Podrían tomar un café juntos, ir a visitar algún lugar exótico… Sería muy divertido. Pero de pronto le asaltó el recuerdo de algunas de las frases que había leído en el blog: "Hay días en los que no tengo ganas ni de levantarme ni de ducharme, ni siquiera de hacerle el desayuno a Mateo. Y la idea de salir a la calle me produce pánico". Un hombre que después de haber escrito algo así, se arreglaba y la invitaba a salir, no era alguien con quien tontear. Y fuera lo que fuera lo que Pedro buscaba, ella no podía dárselo. Hicieron el resto del camino sin apenas intercambiar palabra. Cuando llegaron al taller de Gonzalo, Paula se detuvo bruscamente.
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