–¿Vas a tomar una salchicha o todavía te sientes mal? –preguntó.
Él la observó con tristeza mientras aparentaba pensárselo. Ella no era ni la dulce Vanesa, ni el relajado Leandro, ni estaba ciega de amor por él, como su padre. Paula arqueó las cejas en un gesto con el que le dejó claro que no era alguien a quien podía manipular a su antojo.
–¿Qué eliges: Merienda o compasión? Desde mi punto de vista, no puedes pedir las dos cosas.
Mateo pestañeó ante la sorpresa de que alguien le hablara de aquella manera. Luego, cuadró los hombros y, pasando junto a Paula, cortó una rebanada de pan y le puso mantequilla y salsa de tomate. Disimuló la sorpresa de ver que la estrategia había funcionado y, de pronto, algo se iluminó en su interior, como si acabara de ver una luz al fondo de un túnel.
–¿Te gusta la mayonesa? –preguntó Mateo sin mirarla–. Yo la odio, pero a papá le encanta.
–No, gracias –Paula se colocó a su lado–. Yo prefiero la salsa de tomate y la mantequilla. Todo lo demás no es genuinamente australiano.
Mateo esbozó una sonrisa y la miró. Todavía parecía cansado y triste, pero en aquella mirada Paula intuyó una determinación que no reconocía en Pedro y que, por tanto, debía haber heredado, junto con los ojos, de su madre.
–¿Quieres que te enseñe mi dormitorio? –preguntó Mateo. Y Paula, dejándose llevar por el bienestar que sentía, aceptó.
Mateo puso una salchicha en el pan y con la otra mano, tomó la de Paula y la llevó hacia las escaleras. Cuando estaba a punto de llegar al segundo piso, creyó que le fallaría el ánimo. Los fantasmas no la habían abandonado, sólo le habían dado un respiro. Para ignorarlos, decidió concentrarse en los cambios que se habían producido desde su marcha. La escalera ya no tenía moqueta. También había cambiado la barandilla, que era del color y la veta de la madera que había visto en el taller de Pedro. La acarició y comprobó que había sido pulida hasta conseguir una textura de seda, lo que la llevó a imaginar las horas de trabajo que él le habría dedicado. Pero aunque la mano de Pedro se apreciara en numerosos detalles, seguían siendo las mismas escaleras y Paula sintió un escalofrío al saber que se iba a enfrentar con recuerdos de los que llevaba años huyendo. Las peleas con su hermano después de sus numerosas pataletas de adolescente, las acusaciones de que con su comportamiento estaba haciendo enfermar a su padre, el día de su fallecimiento… Mateo giró a la derecha cuando llegaron a lo alto, y parte de la ansiedad de ella se mitigó al ver que el dormitorio de Gonzalo había sido transformado en un cuarto de juego. Por fin, entraron en su dormitorio. También allí el papel de flores, las cortinas de encaje y los pósters de Nirvana y Pearl Jam habían sido sustituidos por pintura amarilla, cortinas de lino blanco y juguetes de Mateo. Pero mientras el niño le mostraba su ordenador y sus más preciadas posesiones, Paula no podía evitar que la mirada se le escapara hacia la puerta que quedaba al otro lado del distribuidor. El dormitorio principal. Con toda seguridad el dormitorio de Pedro. El antiguo dormitorio de su padre… No debía haber estado en casa. Aquel día tocaba natación y había olvidado el bañador, así que escribió una nota falsificando la firma de su padre y se fue del colegio. Después de pasar el día en unos billares, se gastó el dinero del autobús en un helado y volvió a casa. Llegó un poco antes de la una. Subió las escaleras y entró directamente en el dormitorio de su padre por si había dejado alguna moneda olvidada sobre su cómoda. Y lo encontró allí, sobre su cama. No respiraba… Se le secó la boca súbitamente y, al oír que Mateo la llamaba, súbitamente se dio cuenta de que estaba al otro lado del distribuidor, con la mano en el picaporte de la puerta.
–¡Paula! –Pedro dijo en alto cuando Leonardo y él entraron en la cocina–. ¿Mateo?
–Ve a mirar arriba, yo iré al porche –sugirió Leonardo.
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