Volvieron a casa en silencio. Pedro estaba furioso por haber arrastrado a Paula a aquella escena tan doméstica. Ella era una aventurera, una chica de ciudad; acababan de ofrecerle el puesto de sus sueños. Él había tratado de mostrarle el lado dulce de su vida: Las tardes en el jardín disfrutando de una deliciosa cerveza, sus amigos, el clima tropical. Y por puro egoísmo, para no separarse de ella, la había sumergido bruscamente en la vida real. Cuando llegaron, la furgoneta de Leonardo seguía ante la puerta. Mateo entró en la casa usando su propia llave, sin esperar a que Pedro y Paula bajaran del coche. Ella bajó lentamente y sonrió a Pedro.
–¿Por qué no entras y le enseñas a Mateo la bicicleta? –sugirió él, adelantándose a lo que ella pudiera decir.
–Enséñasela tú.
Pedro le tomó la mano. No estaba dispuesto a que un día fantástico acabara tan mal.
–No –dijo, acompañando la negativa con un gesto del dedo–. Es tu regalo y se lo tienes que dar tú.
Tomó la mano de Paula expectante y, como en ocasiones anteriores, le admiró lo bien que encajaba en la suya. Tras una leve vacilación, finalmente Paula sonrió y se dejó llevar cuando Pedro tiró de ella.
–Mateo, si quieres puedes merendar. Hay salchichas recalentadas –dijo Pedro al entrar, alzando la voz. Luego, se volvió a Paula y explicó–: Le encantan, así que si no ha bajado en medio minuto será porque se encuentra verdaderamente mal.
Saludó con la mano a Leonardo, que sacaba hojas secas de la alberca.
–¿Crees que está fingiendo? –preguntó Paula, al tiempo que soltaba la mano de Pedro para colocarse al otro lado de la isla central de la cocina.
Apoyó la barbilla en la mano y miró a un punto fijo de la encimera como si fuera de gran interés. Pedro no necesitaba ser un adivino para darse cuenta de que ella había vuelto a erigir una barrera a su alrededor, y no la culpaba. Mateo y él le habían fallado. Llevaban tanto tiempo inmersos en un melancólico mundo propio que ya no recordaban cómo era la vida en el mundo exterior. La única solución era volver a ganársela. Abrió el frigorífico, sacó un plato con salchichas y lo metió en el microondas.
–No estoy seguro –dijo al fin–. Quizá le he dejado fingir demasiadas veces. Pero hoy he sido severo con él. Tenía la sensación de estar siendo un mal padre si seguía consintiéndolo, y se lo he dicho. Por eso se ha enfurruñado y ha subido a su dormitorio.
Paula sonrió sin ningún entusiasmo, y Pedro no se sorprendió. Ella era feliz en compañía de pilotos y hombres de negocios, no hablando de niños enfermos con padres inexpertos.
–¿Tú solías enfurruñarte? –preguntó para incluirla en el tema, para recordarle que, aunque tuvieran estilos de vida diferentes, seguían perteneciendo a la misma especie.
–¿De pequeña? –Paula asintió–. Claro. Nací doce años después que Gonzalo, así que sólo tenía dos salidas: Convertirme en una princesa mimada o en una cabezota temperamental. Gonzalo no hubiera consentido lo primero y papá estaba demasiado ocupado trabajando como para ocuparse de mí, así que me volví una temperamental egocéntrica.
–Se lo merecían.
Pedro sólo pretendía bromear, pero se arrepintió en cuanto vió que Paula palidecía. Recordaba lo bien que la había comprendido al oírle hablar de la muerte de su padre como si se sintiera culpable. También él había perdido a un ser amado, y siempre se cuestionaría si había hecho todo lo que estaba en su mano para evitarlo.
–Escucha, no he querido decir eso –fue a tomar la mano de Paula, pero ella la retiró.
–No pasa nada, de verdad.
Sonó el timbre del microondas. Pedro se puso en pie y tamborileó en lam ventana para avisar a Leonardo de que la comida estaba lista, pero éste le hizo una seña para que saliera al jardín.
–Enseguida vuelvo –dijo Pedro a Paula. Y salió a pesar de que le preocupaba dejarla a solas con sus pensamientos.
En cuanto se fue, Paula dejó caer la cabeza sobre el pecho. Se sentía emocionalmente exhausta. Al cabo de unos segundos, oyó ruido de pasos. Era Mateo. Después del incómodo encuentro que había tenido lugar en el colegio, no sabía cómo tratarlo. ¿Debía bromear con él y decirle que había sido muy listo logrando escaparse del colegio antes que los demás? Ella lo había hecho tantas veces que era capaz de identificar a uno de los suyos a distancia. ¿O sería mejor actuar como Vanesa y preguntarle si se encontraba mejor? Esa posibilidad le dió ganas de vomitar. Si a la edad de Mateo alguien le hubiera hablado como si fuera un bebé, le habría escupido a la cara. Los niños eran personas menudas. No eran ni más estúpidos ni más ignorantes que la mayoría de gente que conocía. Así que optó por ser ella misma.
Ay ya quiero saber como va a resolver Pau esto
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