Fue a incorporarse, pero Gonzalo le lanzó una pelota con la que estaba jugando para obligarla a quedarse donde estaba.
–Pau, ese hombre vale la pena –continuó su hermano–. Gana mucho dinero y las chicas dicen que «Está como un tren». No hagas una de tus típicas jugadas y lo ahuyentes como has hecho con todo el que ha intentado acercarse a tí.
Paula lo miró airada.
–Yo no ahuyento a nadie.
–Eso no es verdad. En cuanto te convertiste en adolescente torturaste a papá.
Paula quería gritarle que eso era lo que hacían los adolescentes con sus padres, especialmente las chicas que habían sido las niñitas de sus papás. Pero que eso no significaba que el corazón le hubiera fallado por…
–Luego me ahuyentaste a mí –continuó Gonzalo–, y lo habrías conseguido si yo no me hubiera dado cuenta de que era mejor sujetarte con una goma elástica que con una cuerda. Al menos así sabía que cuando la tensaras al máximo, saltaría y te devolvería a mí.
–¡Pero si te da lo mismo lo que me pase!
–Te equivocas. Soy tu familia. También lo es mi mujer, que te adora, y mis hijos. Y he visto la cara que se te pone cada vez que te llaman «Tía Pau». Por no mencionar a la pequeña Camila, que se parece tanto a tí cuando eras un bebé que me dan ganas de llorar.
–Escucha…
Afortunadamente, una llamada a la puerta los interrumpió. Era uno de los trabajadores de Gonzalo.
–Hay un tipo con traje azul y un extraño sombrero que dice que viene por tu hermana.
Paula se puso en pie y, con gesto digno, dejó la pelota sobre el escritorio de Gonzalo.
–Debe ser Rafael, mi chófer. Gracias.
El hombre se sonrojó bajo la mejilla tiznada de negro y se marchó. Paula esperó a que Gonzalo hiciera algún comentario sarcástico, pero en lugar de decir, por ejemplo, que por qué no había usado los servicios de Rafael el día anterior en lugar de destrozarle el coche, se limitó a dar un prolongado silbido y despedirla:
–Será mejor que vueles… Como siempre.
–Buenas tardes, Rafael –Paula saludó al conductor al entrar en la limusina.
–Señorita Chaves, debería haberme llamado ayer para que la llevara a su antiguo vecindario –dijo él mientras Paula se acomodaba en el asiento–. Podría haber resultado herida.
Paula hubiera jurado que mascullaba algo relativo a «Las mujeres al volante», pero estaba tan desconcertada que lo pasó por alto.
–¿Cómo te has enterado?
–Por un amigo de un amigo –dijo él, observándola por el espejo retrovisor con una sonrisa burlona.
Paula no quiso saber más detalles. Aquella ciudad era tan pequeña que le resultaba asfixiante.
-Calla y conduce, Rafael.
Él rió y puso en marcha el coche.
–Sí, señorita.
El viaje hacia Far North Queensland fue maravilloso. Pasaron bajo las cabinas del teleférico, que parecían flotar en el aire sobre la exuberante vegetación y los espectaculares acantilados, y supo que sólo por aquella excursión había valido la pena volver a Cairns. Respiró profundamente para apartar aquel pensamiento de su mente y miró por la ventanilla hacia la derecha, donde las playas de arena blanca salpicadas por formaciones rocosas negras alternaban con granjas de azúcar o plantaciones de palmeras. Pasaron Palm Cove, con sus lujosas mansiones y jardines. De no haber aceptado la invitación de Gonzalo, aquél hubiera sido el lugar donde Paula se habría alojado, disfrutando del sol o buceando en las aguas de Green Island. Se incorporó en el asiento para ver el mar hasta el horizonte y tuvo que reconocer que, entre todos los sitios maravillosos a los que había ido, aquél debía estar entre los mejores. Media hora más tarde llegaron a Port Douglas. Dejaron atrás los campos de golf y, tras pasar por el perímetro de varias mansiones y entrar en un camino de gravilla, llegaron ante el Palazzo Maximilliano, un edificio grande y opulento, de diseño simétrico y tres pisos, decorado en blanco y oro, y rodeado de palmeras. Maximilliano, calvo y bronceado de los pies a la cabeza, salió a recibirla en esmoquin y con un martini en la mano. Cuando cruzaban el umbral de la puerta, Paula echó una ojeada hacia atrás y vió que Rafael partía en la limusina hacia la verja de entrada.
–Paula –dijo Max, con su inconfundible acento americano–. Gracias por haber venido.
–No hay de qué, Max –respondió ella, decidida a aparentar una calma que estaba lejos de sentir.
Él indicó con la mano el pasillo de mármol blanco que conducía a la parte de atrás de la casa donde una piscina de agua cristalina lanzaba destellos bajo los rayos del sol.
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