–Ya hemos llegado.
Pedro asintió con expresión inescrutable.
–Buena suerte con tu entrevista –dijo, tras observarla detenidamente–. Espero que te den buenas noticias.
Pero Paula adivinó por el brillo en sus ojos que tenían ideas opuestas de lo que significaban «buenas noticias».
–Gracias –dijo ella.
Su nerviosismo se manifestaba en un constante balanceo entre un pie y otro. Pedro la observaba con una cálida sonrisa. De pronto, se inclinó hacia ella y posó las manos en su cintura.
–Gracias por el café, Paula –dijo con una voz ronca y dulce a un tiempo, que reverberó dentro de ella. Luego se inclinó y la besó en la mejilla.
A continuación, y tras dirigirle una acariciadora mirada, dió media vuelta y se alejó, dejando a Paula sin habla y con la sensación de que aquel beso le había dejado una marca indeleble en el rostro.
-¿Que tal ha ido tu gran cita? –preguntó Leonardo, sin alzar la vista de una rejilla que estaba limpiando, al ver entrar a Pedro.
Pedro se sobresaltó.
–¡Qué susto me has dado!
Dejó las llaves sobre la mesa de la entrada y, yendo directamente a la cocina, abrió el frigorífico, más por esconderse de Leonardo que porque quisiera algo.
Pero Leonardo asomó la cabeza por encima de la puerta.
–Me tienes en suspenso.
–No era una cita, Leonardo –dijo Pedro, tomando una manzana que en realidad no le apetecía–. Sólo la he invitado a tomar un café para agradecerle la atención que le dedicó ayer a Mateo.
–Pues te aseguro que ibas vestido como si fueras a pedir un crédito al banco.
Pedro se miró.
–Eso son imaginaciones tuyas.
Súbitamente, Leonardo alargó la mano y, aunque Pedro intentó esquivarlo, consiguió pasarle el dedo por la mejilla y olerlo.
–Loción de afeitado. Y del bueno. Además, has usado la plancha.
Pedro dejó escapar un quejido y mordió la manzana al tiempo que Leonardo sonreía con satisfacción.
–Venga, amigo, cuéntame cómo ha ido –insistió.
Pedro se dejó caer sobre una silla. Había sido un día lleno de nuevas sensaciones: Su primera cita en varios años, la primera mujer cuya mano encajaba en la suya como si formara parte de él, la primera vez que le había dicho a alguien que le gustaría que Mateo se pareciera a él…
–Ha sido rara –admitió finalmente–. Aterrorizadora, apasionante y divertida al mismo tiempo.
–¡Fenomenal!
–¿Fenomenal? –Pedro se revolvió en la silla–. Leonardo, no sé qué tenía en la cabeza. Mateo todavía habla con Diana durante el día antes de ir a la cama, y yo me despierto cada mañana con la esperanza de que no tenga una de sus dolencias psicosomáticas. No está listo para ningún cambio.
–Entre todas esas patéticas excusas no has mencionado qué sientes por ella.
–¿Será que me equivoco? –preguntó Pedro, ausente, como si no hubiera oído a su amigo–. Quizá no tenga sentido empezar a salir con una mujer y arriesgarme a pasar una vez más por lo mismo.
Aquellas noches en las que Diana salía con sus amigas y él se preguntaba si volvería. La angustia de pensar que si hubiera hecho más por domarla, si la hubiera necesitado tanto como ella a él, todo habría sido diferente.
–Está bien –dijo Leonardo–, pero dime una cosa: ¿Hace tiempo que te planteas eso o es una nueva teoría?
Pedro reflexionó unos instantes. Tenía la sensación de haberse hecho preguntas de ese tipo en el blog, pero siempre habían sido preguntas retóricas, lanzadas sin esperar una respuesta.
–Puede que no me lo haya planteado hasta ahora –admitió.
–¿Hasta que la has conocido?
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