Necesitaba tiempo para aclararse respecto a sí misma y a los hombres de su vida. Pedro inclinó la cabeza.
–He leído tu diario –dijo Paula precipitadamente para evitar que la besara. Al ver que sus palabras conseguían el efecto deseado, añadió–: Lo ví por primera vez en tu taller. Y también la noche que me hablaste de Diana. Lo siento. Ya te advertí que era muy curiosa.
A medida que hablaba, Paula ya no sabía si quería que Pedro la odiara o la perdonara. ¿Habría sido capaz de leer el diario para sabotear desde el principio la posibilidad de que hubiera algo entre ellos? ¿Tendría una mente tan retorcida? Él la miró en silencio, y ella vió numerosas y contradictorias emociones reflejadas en sus ojos. Una fuerte brisa agitó las ramas del árbol que los cobijaba. Esperaba en tensión la reacción de Pedro.
–Has leído mi diario –se limitó a repetir, finalmente.
–Todo –Paula decidió que no valía la pena decir la verdad a medias.
–¿La primera noche también?
–Y cada día desde entonces.
Pedro se puso rojo.
–Debía haber tenido cuidado. Mateo podría haberlo visto.
Las nubes habían ocultado la luna y Paula no podía ver el rostro de Pedro ni medir el efecto que estaba teniendo en él la noticia. De pronto, le pareció ver que sus labios se curvaban. ¿Estaría sonriendo? ¿No debía estar enfadado y ofendido, y despreciarla por lo que había hecho? Pero entonces recordó que estaba ante él, no ante Gonzalo. Lo miró fijamente. ¡Sí, los ojos le brillaban! ¡Estaba sonriendo a pesar de que acababa de enterarse de que le había estado espiando! ¿Cómo era posible que no se pusiera hecho una furia? Pedro era impredecible porque era diferente a todos los otros hombres que conocía. Hubiera querido echarse en sus brazos, pero supo que no podía ni debía hacerlo.
–Ya que estamos sincerándonos… –empezó él. Paula dió un paso atrás y su espalda tocó el tronco del árbol–, debes saber que he escuchado la conversación que mantenías con Mateo en mi dormitorio.
–¿Qué? –exclamó ella con una melodramática indignación. Avergonzada, se mordió el labio.
Pedro dejó escapar una sonora carcajada al tiempo que apoyaba una manoen el tronco, junto a su cabeza. Paula recordó lo que había hablado con Mateo y todo lo que le había dicho sobre él, y se explicó que éste le llevara un ramo de flores.
–¿Has estado espiándonos? –preguntó.
Pedro volvió a reír.
–¿Crees que puedes quejarte después de admitir que has leído mi blog privado? Lo tuyo es mucho peor.
Pedro tenía razón. Eran tal para cual, estaban hechos el uno para el otro… Paula sacudió la cabeza y se dió cuenta de que él no había movido la mano del tronco.
–Yo lo he hecho por motivos altruistas –intentó defenderse.
–Los míos no lo eran –dijo él. Y la miró con tal fuego en los ojos que Paula creyó que la quemaría.
Sin pensárselo, dejó caer la mano con la que sujetaba el ramo y con la otra, tiró de Pedro hacia ella. Él, como si sólo estuviera esperando esa señal, se inclinó sin ofrecer resistencia y la besó apasionadamente. Su piel era suave, su boca sabía a menta y a fruta prohibida. Paula se pegó a él y James la estrechó con fuerza. Sintió sus senos contra su pecho y se dió cuenta de que no llevaba nada debajo de la camisa del pijama. Bajó la mano hacia su cintura y la metió por debajo del elástico de los pantalones para acariciarle la piel. Paula se puso de puntillas. Sin tacones era tan menuda, tan delicada… Pedro temblaba de arriba abajo, como si fuera un inexperto adolescente. Puso una mano en la nuca de ella y hundió los dedos en su rizado cabello, tal y como había deseado hacer desde su primer encuentro. La sujetó con firmeza pero sin presionarla. Quería que estuviera en sus brazos, pero que sintiera que podía separarse de él si eso era lo que quería. Notaba un zumbido en los oídos que pensó procedía de su interior…, Hasta que se dió cuenta de que el origen estaba en su bolsillo.
–El teléfono –dijo ella contra sus labios.
–No le hagas caso –dijo él, besándole la comisura de los labios.
Pero Paula echó la cabeza hacia atrás.
–Pedro… –dijo, apoyando una mano en su pecho para hacerle reaccionar.
Con un suspiro de resignación, Pedro se pasó la mano por el cabello y sacó el teléfono.
–Es una llamada de casa –dijo, al ver la pantalla. Frunció el ceño con cara de impaciencia. ¿Qué le pasaría a Mateo?
Sólo era Leonardo, recordándole que comprara leche. Pedro sonrió. Su amigo le había dicho que le haría una llamada en caso de que necesitara una excusa para marcharse si las cosas iban mal. ¿Cómo iba a saber que interrumpiría una escena tan perfecta?
–Deberías marcharte –dijo Paula, con dulzura.
Pedro la miró desconcertado. Por un instante creyó que quería decir que se fuera para siempre.
–¿Quieres que me vaya?
Ella asintió con los ojos muy abiertos. Pedro dejó escapar un resoplido de frustración. Paula lo miraba con una expresión inescrutable, como si estuviera delante de una pared.