jueves, 20 de mayo de 2021

Soy Tuya: Capítulo 44

Necesitaba tiempo para aclararse respecto a sí misma y a los hombres de su vida. Pedro inclinó la cabeza.


–He leído tu diario –dijo Paula precipitadamente para evitar que la besara. Al ver que sus palabras conseguían el efecto deseado, añadió–: Lo ví por primera vez en tu taller. Y también la noche que me hablaste de Diana. Lo siento. Ya te advertí que era muy curiosa.


A medida que hablaba, Paula ya no sabía si quería que Pedro la odiara o la perdonara. ¿Habría sido capaz de leer el diario para sabotear desde el principio la posibilidad de que hubiera algo entre ellos? ¿Tendría una mente tan retorcida? Él la miró en silencio, y ella vió numerosas y contradictorias emociones reflejadas en sus ojos. Una fuerte brisa agitó las ramas del árbol que los cobijaba. Esperaba en tensión la reacción de Pedro.


–Has leído mi diario –se limitó a repetir, finalmente.


–Todo –Paula decidió que no valía la pena decir la verdad a medias.


–¿La primera noche también?


–Y cada día desde entonces.


Pedro se puso rojo.


–Debía haber tenido cuidado. Mateo podría haberlo visto.


Las nubes habían ocultado la luna y Paula no podía ver el rostro de Pedro ni medir el efecto que estaba teniendo en él la noticia. De pronto, le pareció ver que sus labios se curvaban. ¿Estaría sonriendo? ¿No debía estar enfadado y ofendido, y despreciarla por lo que había hecho? Pero entonces recordó que estaba ante él, no ante Gonzalo. Lo miró fijamente. ¡Sí, los ojos le brillaban! ¡Estaba sonriendo a pesar de que acababa de enterarse de que le había estado espiando! ¿Cómo era posible que no se pusiera hecho una furia? Pedro era impredecible porque era diferente a todos los otros hombres que conocía. Hubiera querido echarse en sus brazos, pero supo que no podía ni debía hacerlo.


–Ya que estamos sincerándonos… –empezó él. Paula dió un paso atrás y su espalda tocó el tronco del árbol–, debes saber que he escuchado la conversación que mantenías con Mateo en mi dormitorio.


–¿Qué? –exclamó ella con una melodramática indignación. Avergonzada, se mordió el labio.


Pedro dejó escapar una sonora carcajada al tiempo que apoyaba una manoen el tronco, junto a su cabeza. Paula recordó lo que había hablado con Mateo y todo lo que le había dicho sobre él, y se explicó que éste le llevara un ramo de flores.


–¿Has estado espiándonos? –preguntó.


Pedro volvió a reír.


–¿Crees que puedes quejarte después de admitir que has leído mi blog privado? Lo tuyo es mucho peor.


Pedro tenía razón. Eran tal para cual, estaban hechos el uno para el otro… Paula sacudió la cabeza y se dió cuenta de que él no había movido la mano del tronco.


–Yo lo he hecho por motivos altruistas –intentó defenderse.


–Los míos no lo eran –dijo él. Y la miró con tal fuego en los ojos que Paula creyó que la quemaría.


Sin pensárselo, dejó caer la mano con la que sujetaba el ramo y con la otra, tiró de Pedro hacia ella. Él, como si sólo estuviera esperando esa señal, se inclinó sin ofrecer resistencia y la besó apasionadamente. Su piel era suave, su boca sabía a menta y a fruta prohibida.  Paula se pegó a él y James la estrechó con fuerza. Sintió sus senos contra su pecho y se dió cuenta de que no llevaba nada debajo de la camisa del pijama. Bajó la mano hacia su cintura y la metió por debajo del elástico de los pantalones para acariciarle la piel. Paula se puso de puntillas. Sin tacones era tan menuda, tan delicada… Pedro temblaba de arriba abajo, como si fuera un inexperto adolescente. Puso una mano en la nuca de ella y hundió los dedos en su rizado cabello, tal y como había deseado hacer desde su primer encuentro. La sujetó con firmeza pero sin presionarla. Quería que estuviera en sus brazos, pero que sintiera que podía separarse de él si eso era lo que quería. Notaba un zumbido en los oídos que pensó procedía de su interior…, Hasta que se dió cuenta de que el origen estaba en su bolsillo.


–El teléfono –dijo ella contra sus labios.


–No le hagas caso –dijo él, besándole la comisura de los labios.


Pero Paula echó la cabeza hacia atrás.


–Pedro… –dijo, apoyando una mano en su pecho para hacerle reaccionar.


Con un suspiro de resignación, Pedro se pasó la mano por el cabello y sacó el teléfono.


–Es una llamada de casa –dijo, al ver la pantalla. Frunció el ceño con cara de impaciencia. ¿Qué le pasaría a Mateo?


Sólo era Leonardo, recordándole que comprara leche. Pedro sonrió. Su amigo le había dicho que le haría una llamada en caso de que necesitara una excusa para marcharse si las cosas iban mal. ¿Cómo iba a saber que interrumpiría una escena tan perfecta?


–Deberías marcharte –dijo Paula, con dulzura.


Pedro la miró desconcertado. Por un instante creyó que quería decir que se fuera para siempre.


–¿Quieres que me vaya?


Ella asintió con los ojos muy abiertos. Pedro dejó escapar un resoplido de frustración. Paula lo miraba con una expresión inescrutable, como si estuviera delante de una pared. 


Soy Tuya: Capítulo 43

Paula se asomó y vió a Pedro en mitad de la acera con un gigantesco ramo de flores. Sentía que la cabeza le iba a estallar y sabía que le quedaba una larga noche por delante. Lo último que necesitaba era que Pedro hiciera un gesto cargado de romanticismo para sumirla en el más absoluto caos emocional. Por otro lado, no podía quedarse allí, de brazos cruzados, esperando a que se fuera. Abrió la ventana y dijo en un susurro:


–Deja de tirar cosas o vas a romper algo. Espérame –bajó las escaleras de dos en dos y salió. 


Bajo sus pies descalzos sintió la fresca hierba. Sólo se dió cuenta de que iba en pijama al ver la cara que puso Pedro al verla.


–¡Caramba! –exclamó, mirándola de una manera que no dejaba lugar a dudas sobre lo que pensaba.


Paula le tomó la mano que tenía libre y tiró de él hacia un sauce llorón que había en el lateral de la casa.


–¿Se puede saber qué estás haciendo? –preguntó.


–Cuando te has marchado esta tarde me ha dado la sensación de que no pensabas volver –dijo él–, y no pienso consentirlo.


–¿Ah, no? –preguntó ella, cruzándose de brazos.


–Pensaba haberte dedicado una serenata si es que no bajabas –dijo él con una de aquellas sonrisas que la volvían loca–, pero veo que eres más fácil de lo que esperaba.


Paula puso los brazos en jarras.


–¿Soy fácil?


–Quizá no sea la palabra más adecuada –dijo él sin dejar de sonreír–. Me ha costado mucho conseguir que notaras cuánto pienso en tí.


Paula dejó caer las manos.


–¿Piensas en mí?


–Paula, cariño –Pedro dió un paso hacia ella–, desde que te conozco no soy capaz de pensar en otra cosa.


Dió otro paso adelante, de manera que sólo el ramo se interponía entre ellos. Paula lo miró a los ojos.


–Pedro, no soy nada especial –dijo, esforzándose por no dejarse arrastrar por la ternura con la que él la miraba–. Créeme, cuando uno vive sólo y sin ataduras resulta muy atractivo para alguien que está cargado de responsabilidades.


Al ver que Pedro no dejaba de sonreír se quedó desconcertada.


–En eso tienes razón –dijo él–. Tener un hijo y estar libre deresponsabilidades son términos excluyentes entre sí.


Paula tragó saliva.


–Si lo que quieres es convencerme de que es una vida atractiva –bromeó–, lo estás haciendo fatal.


Pedro se encogió de hombros.


–Me he dado cuenta de que no puedo convencerte ni logrando que Mateo te haga la pelota, ni invitándote a cervezas, ni llevándote de excusión a Kuranda. Si sucede, será porque tú lo desees, no porque yo consiga competir con Roma. No pretendo sobornarte.


–A mí me gustan los sobornos –dijo ella con coquetería, alargando las manos hacia las flores. 


Cuando Pedro se las dió, hundió la cara en ellas para empaparse de su aroma. Eran rosas de su jardín y estaban impregnadas de rocío.


–Son maravillosas, Pedro.


–No tanto como tú.


Paula estuvo a punto de soltar una carcajada. Que Pedro recurriera a aquel cliché demostraba que le faltaba práctica. Pero reírse era lo último que podía hacer teniendo en cuenta la solemnidad con la que se había expresado. Él acababa de declarársele y ella no se sentía capaz de reaccionar adecuadamente. Necesitaba tiempo… Alzó la vista hacia él. Sus ojos brillaban en la oscuridad y la observaban con una paralizadora intensidad. Iba a besarla. En cualquier momento la abrazaría y ella no sabría cómo reaccionar. Había dejado su casa aquella tarde decidida a no volver, pero nada de lo que pensara tendría validez si Pedro estaba decidido a permanecer en su vida. Sin embargo, para ella el futuro era todavía incierto. Sólo sabía que, por primera vez desde que tenía uso de razón, quería dejar atrás el pasado y mirar hacia delante. No tenía ni idea de qué le diría a Max al día siguiente. Roma estaba a su alcance y representaba la materialización de sus sueños. Pero ya no estaba segura de cuáles eran sus objetivos reales. ¿Era ése el tipo de vida que quería verdaderamente llevar, o sólo había sido la manera de demostrar a Gonzalo que estaba equivocado? Durante todos aquellos años se había definido en relación a la imagen que su hermano tenía de ella. Pero esa imagen había colapsado hacía tan sólo unas horas. Y además, estaba Pedro…

Soy Tuya: Capítulo 42

 –No hace falta que digas nada –dijo él. Se puso en pie y, al pasar junto a Paula le dió un beso en la cabeza–. Lo sé.


Para Paula fue como si se encontraran por primera vez y pensó con tristeza que tenían las horas contadas para recuperar el tiempo perdido.




 Cuando Mateo se durmió, Pedro se sentó en la sala de estar, a oscuras. El aire olía a tormenta.


–Voy a tomar un té antes de marcharme –dijo Leonardo–. ¿Quieres uno?


Pedro asintió. Era una excusa para que Leonardo se quedara. Necesitaba hablar. Leonardo llegó con el té y se sentó.


–Tienes cara de preocupación –comentó. Tras dar un sorbo al té, añadió–: Y si no me equivoco, es por culpa de esa chica.


–No te equivocas –respondió Pedro.


–Estás obsesionado con ella. Lo dice cada una de las arrugas de tu entrecejo. Pero te aseguro que el sentimiento es recíproco.


Pedro pensaba que Leonardo podía estar en lo cierto. Las miradas de Paula, las excusas que, como él, había buscado para alargar la visita, la forma en la que había reaccionado a su beso… parecían señalar en esa dirección.


–La he besado –dijo–. Creo que Mateo nos ha visto –apoyó los codos en las rodillas y se pasó una mano por la boca–. Y le he pedido que se quedara.


–¡Vaya! –Leonardo exhaló lentamente–. Estaba claro que había algo entre ustedes, pero ¿No estarán yendo demasiado deprisa?


–No hay más remedio. Le han ofrecido un trabajo en Roma y mañana tiene que decir si lo acepta o no. No tengo tiempo para cortejarla ni para citas románticas.


–Parece una mujer muy especial, pero ¿Crees que siente lo mismo que tú?


–Le he oído decir a Mateo que soy el mejor hombre que ha conocido en su vida.


Loenardo lo miró con cierto escepticismo.


–¿Ésas son todas las pruebas que tienes?


–Leo, me hace reír –dijo Pedro–. Su sola presencia hace que quiera sonreír. Disfruto cada minuto que pasamos juntos y ansío volver a verla en cuanto se va. No es sólo una mujer hermosa. Es el rayo de luz que ilumina mis tinieblas.


–Si es así… –Leonardo empezó con aire reflexivo–. No creo que necesites mi consejo. Pareces bastante decidido.


Pedro se tensó al pensar en el principal obstáculo que se interponía entre él y Paula. No temía ni a la distancia ni a las vacilaciones de ella tanto como a la reacción de su hijo.


–¿Y Mateo? –preguntó.


–¿Qué pasa con él? –preguntó Leonardo, entornando los ojos.


–¿No debería tener en cuenta su opinión?


–Si se tratara de quién va a venir a su fiesta de cumpleaños o si prefiere un columpio o un tobogán, sí. Pero respecto a la persona de la que debes enamorarte, no. Porque entiendo que estás enamorado de Paula… –Pedro lo miró y luego asintió con un movimiento seco de la cabeza. Leonardo continuó–: En eso Mateo no tiene derecho a opinar. Ni siquiera tú lo tienes, muchacho. Y si quieres que te diga la verdad, pienso que a él le vendría tan bien como a tí tener a su lado una chica tan llena de vida.


Tras dar una palmada a Pedro en la rodilla, Leonardo lo dejó a solas con sus pensamientos. Y lo primero en que pensó fue en que Paula no había dudado en devolverle el beso, y en que él hubiera podido olvidarlo todo y seguir besándola en medio de una explosión nuclear. También recordó que, al ver a Mateo en la ventana, se había dado cuenta de que hacía tiempo que su sentido de la responsabilidad hacia él estaba contaminado por el miedo. Haber conocido a Paula y haberse enamorado de ella le permitía ver la realidad bajo un nuevo prisma. Su responsabilidad principal era ser feliz y hacer de su hijo una persona responsable y segura de sí misma. Y para ser feliz la necesitaba. No podía esperar seis meses a que, si pasaba por Cairns, fuera a visitarlo. El corazón se le encogió de sólo pensar en no poder verla, tocarla o besarla en tanto tiempo. No iba a encontrar la solución charlando con Leonardo o confesándose en el blog. Tenía que enfrentarse al problema de cara.


–Leo, perdona que abuse de tí, pero quiero pedirte un favor.





Paula estaba sentada en la cama leyendo sus correos electrónicos, cuando oyó que llamaban a la puerta. Gonzalo, Tamara y los niños habían ido a casa de los padres de Tamara, así que esperó inmóvil a que el visitante se marchara. Pero volvió a llamar. Y no lo hizo usando el timbre, sino lanzando piedrecitas a la ventana de su dormitorio.

Soy Tuya: Capítulo 41

Tras darse una ducha durante la que no fue capaz de poner en orden sus confusos pensamientos, Paula se puso el pijama de terciopelo rojo y bajó. Gonzalo estaba en el cuarto de estar, bebiendo un brandy y leyendo la sección de deportes del periódico.


–¿Cómo es que no estás por ahí con tu amigo? –preguntó sin alzar la vista.


–No es mi amigo.


Gonzalo dobló el periódico.


–¿Y por qué no?


–Porque nunca tengo amigos en el sentido que tú quieres darle. No… puedo.


–¿Por qué no puedes?


–Porque hasta hace poco creía que era letal para cualquier hombre. Y ahora que no estoy tan segura, necesito tiempo para adaptarme –Paula se miró las uñas y se quitó una pelusa imaginaria–. He tenido una conversación esta tarde con un niño de ocho años que ha servido para darme cuenta de que no tiene sentido que me culpe por la muerte de papá.


–¿Que te culpes de qué? –Gonzalo la miró con los ojos a punto de salírsele de las cuencas.


Paula lo miró. En su interior se mezclaban los recuerdos del pasado con el beso de Pedro y la noción de que estaba enamorada de él.


–Vamos, Gonza, el día que falté al colegio y al llegar a casa encontré a papá muerto, tú me gritaste, y lo recuerdo palabra por palabra: «Mira lo que has conseguido». Pero no fue culpa mía, Gonza –miró fijamente a su hermano–. Me ha costado mucho darme cuenta, pero hasta que tú me digas que tengo razón, no voy a conseguir sentirme mejor.


Gonzalo abrió la boca para protestar. Paula le dió tiempo a que reflexionara. Después de todo, acababa de hacer una grave acusación. Y de pronto, el rostro de su hermano se transformó de manera que pareció envejecer diez años.


–Papá tenía sesenta y cinco años, y siempre padeció del corazón –dijo al fin–. Y si te dije eso, fui un completo imbécil.


Paula miró a su hermano atónita al oír las palabras que tanto necesitaba escuchar. Y en lugar de aprovechar para liberar el resentimiento que la habíacorroído todos aquellos años, se entregó al placer de asimilarlas al tiempo que, como si cayera un velo de sus ojos, dejaba de ver a su hermano como el insensible tirano que siempre había sido para ella.


–Papá murió porque tenía una espantosa dieta –continuó Gonzalo, malhumorado–, porque trabajaba demasiado y porque nunca hizo ejercicio. Siento muchísimo haberte hecho creer otra cosa –se pasó la mano por los ojos y continuó–: Tú eras una niña lista y vivaracha, pero te dedicabas a desperdiciar tu talento saliendo por la noche con tus amigas. Y me duele que sigas haciéndolo.


–Yo sólo quería que papá me hiciera caso –protestó Paula. «Y que tú me dedicaras tiempo en lugar de sólo reñirme», pensó.


–Lo sé –dijo Gonzalo, mirándola a los ojos–. Y también lo sabía entonces. Pero tú lo eras todo para él.


En el fondo, también Paula lo sabía, pero necesitaba saber qué significaba para Gonzalo. No era la relación con su padre lo que había marcado su infancia, sino la relación con la figura paterna que en aquel momento estaba sentada ante ella.


–¿Y por qué tú me reñías por cualquier cosa mientras que él ni siquiera se daba cuenta de si llegaba de madrugada y con el lápiz de labio corrido?


–Cada uno demuestra su amor como puede, Piccolo. La mía era ruidosa, la de papá, callada. Él admiraba tu energía y tu insolencia, y me criticaba por intentar cortarte las alas.


–¿De verdad? –Paula nunca lo hubiera adivinado.


–Tienes que pensar que yo tenía doce años cuando naciste, cuando mamá murió y cuando te convertiste en la niña adorada de mi héroe. Tú, que te saltabas las normas, que suspendías todo y que te hiciste un piercing a los catorce años. Y no era mucho mayor que tú eres ahora cuando murió papá. Imagínate que tuvieras que responsabilizarte de repente de una adolescente difícil. Una vez te conviertes en padre, Pau, tus necesidades y deseos quedan relegados a un segundo lugar.


A medida que Gonzalo hablaba, Siena sentía que la indignación iba abandonándola como si una niebla se fuera disipando. Pensó en la conversación con Mateo, en la admiración con la que el niño la había mirado, y en cómo su único deseo en aquel instante había sido protegerlo de todo mal. Eso era lo que Gonzalo había hecho: dedicar su juventud a protegerla. Tragó saliva.


–Gonza, lo… –la palabras le quemaban la lengua.

martes, 18 de mayo de 2021

Soy Tuya: Capítulo 40

 –Precisamente por eso, ¿Por qué no te quedas? –repitió con una voz profunda y acariciadora que Paula interpretó de una sola manera: Se refería a quedarse en Cairns, con él.


Sintió que le faltaba el aire, pero antes de que pudiera reaccionar, Pedro se inclinó hacia ella y la besó. En la fracción de segundo que precedió a que sus labios se juntaran, pensó que le daría un tímido y vacilante beso. Pero cuando los labios de él la tocaron lo hicieron con decisión y seguridad, sin titubeos ni falta de práctica. Y fue Paula quien sintió que le temblaban las piernas y que su cuerpo se fundía con el coche. Cerró los ojos y, en una fracción de segundo, se dió cuenta de que se trataba del beso apasionado de un hombre que la consideraba valiosa y excepcional; un hombre que le hacía sentir viva, como si tuviera una bola de fuego bajo sus pies, como si cayera al vacío, pero supiera que él estaría al fondo para recogerla. Aunque siguieron uno junto al otro, sin tocarse, y Pedro estaba varios centímetros de ella, Paula no recordaba haberse sentido tan íntimamente unida a un hombre. Pedro le transmitía tanta ternura y sensualidad que todas sus preocupaciones respecto a él, a la vuelta a casa, a su familia y al amor, se disiparon. Sólo quería que aquellas manos fuertes y creativas la tocaran y la abrazaran. Nada tenía importancia excepto él. Sus labios, su calor, su fuerza, su invitación a quedarse a pesar de que ella había creído que en su corazón sólo había cabida para su hijo. Como si pudiera leer su mente, Pedro rompió el beso. Ella abrió los ojos, pero en lugar de la expresión de culpabilidad o sorpresa que esperaba encontrar en los de Pedro, descubrió que sonreía de oreja a oreja. Sus ojos brillaban como dos piedras preciosas y la arruga que se le formaba en la mejilla cuando sonreía de verdad nunca había sido tan evidente. Daba la sensación de haber encontrado al fin algo maravilloso por lo que  mereciera la pena sonreír a la vida. Paula no podía apartar los ojos de él. Era un hombre verdaderamente maravilloso, guapo, generoso y profundo. Y ella le gustaba. Y la tonta de ella había hecho exactamente lo contrario de lo que se había propuesto. Se había dejado llevar por sus sentimientos y, sin darse cuenta, se había enamorado de él. El descubrimiento la sacudió de tal manera que pasó de sentirse la persona más feliz del mundo a quedarse paralizada por el horror.


–¿Puedo preguntar que está pasando tras esa mirada de consternación? – preguntó Pedro sin dejar de sonreír, al tiempo que le acariciaba la mejilla con los nudillos.


–Creo que deberías llamar un taxi –dijo ella, esforzándose por aparentar firmeza. No debía dejar lugar a dudas. Tenía que marcharse y pronto.


Un movimiento llamó su atención y, cuando alzó la vista, vió que se trataba de la cortina de su antiguo dormitorio. ¿Cuánto tiempo llevaría Mateo en la ventana? Lo último que el niño necesitaba era alguien que añadiera mayor confusión a su vida.


–Paula, no lo hagas, no huyas… –empezó Pedro.


Paula lo interrumpió antes de que alguno de los dos dijera algo de lo que acabara arrepintiéndose.


–Pedro, de verdad creo que lo mejor es que llames un taxi –hizo una seña hacia arriba y él descubrió a Mateo en la ventana, con la nariz pegada al cristal.


Frunció el ceño y apretó los dientes.


–Está bien –dijo en un susurro–. Deja que te lleve a tu casa.


–Quédate. Yo estoy bien, pero Mateo te necesita.


«Y yo no. Yo te quiero, pero no estoy dispuesta a necesitar a nadie!», quiso gritar.


Pedro asintió.


–Eso es verdad.


Paula sacó el móvil del bolso y pidió el número de teléfono de un servicio de taxis. Pedro no se lo impidió. Ella intentó sonreír en vano. En el fondo de su corazón sabía que él amaba tanto a Mateo que la dejaría marchar. Como si el destino estuviera de su lado, el taxi llegó en un tiempo récord. Pedro se inclinó para despedirse por la ventanilla.


–Te llamaré más tarde –dijo.


«Puede que no conteste», pensó ella.


–Dile a Mateo que espero que se encuentre mejor y que tenga cuidado con la bicicleta.


Se volvió hacia el conductor y le dió la dirección de Gonzalo.


–Adiós, Pedro –se despidió cuando el coche arrancó.


Y en aquella ocasión mantuvo la vista fija al frente.

Soy Tuya: Capítulo 39

Las piernas de Mateo se giraron hacia Paula y chocaron con sus rodillas. Pedro se dió cuenta de que Mateo le había dado un abrazo. Puso una mano en la pared para no perder el equilibrio.


–De acuerdo –dijo Paula sin poder ocultar la emoción–. Será mejor que bajemos antes de que tu padre crea que nos hemos ido y nos deje sin salchichas.


Pedro bajó varios peldaños de la escalera a toda prisa y esperó a que Mateo se asomara por la puerta para fingir que estaba subiendo.


–¡Papá! –exclamó Mateo con un brillo en los ojos que le llegó al corazón.


–¿Sí? –dijo, reprimiéndose para no abrazarlo.


–¡He olvidado la salchicha en mi dormitorio! –dijo Mateo, y corrió a buscarla.


Paula salió del dormitorio de Pedro y, al verlo, se quedó paralizada.


–Seguro que Mateo se ha empeñado en enseñarte la caja del alcanfor. Nunca supimos por qué, pero de pequeño le fascinaba.


Paula sonrió. Tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas.


–Así es. ¿Dónde están esas salchichas que me has prometido? Estoy muerta de hambre –dijo. Y, pasando de largo, bajó las escaleras al trote dejando un rastro de perfume a su espalda.


Paula se despidió después de haber disfrutado de una pintoresca merienda de salchichas recalentadas en compañía de un hombre, un niño y un hippy maduro.


–¿Esa bicicleta es tuya? –preguntó Mateo al acompañarla a la puerta.


–¡Casi lo olvido! ¡Es un regalo para tí! –dijo Paula–. Ya que he destrozado la tuya, lo menos que podía hacer era comprarte otra. La única condición es que siempre que vayas a usarla avises a tu padre, y que te pongas casco y rodilleras. Eso, y levantarte cada día tal y como hemos hablado antes, ¿De acuerdo?


–¡Claro! ¡Gracias! –Mateo exclamó, al tiempo que hacía girar el manillar y probaba el timbre–. ¡Lo prometo!


–Dí adiós –dijo Pedro a su hijo.


–¡Adiós, Paula! –dijo Mateo, que ya se había subido a la bicicleta y la probaba dando vueltas al salón.


–¿A qué te referías cuando le has dicho a Mateo lo de cómo levantarse? – preguntó Pedro cuando iban hacia el coche. Ella no había logrado convencerlo de que no hacía falta que la llevara a casa.


Paula se apoyó en la puerta del acompañante y se cruzó de brazos.


–No era nada importante.


Pedro se colocó a su lado e imitó su postura.


–¡Bueno…! –dijo.


–¡Bueno…! –repitió ella–. Ha sido una tarde muy… educativa.


Pedro la miraba fijamente, pero Paula no era capaz de adivinar lo que pensaba. Aunque no lo conocía lo bastante como para poder interpretar su lenguaje corporal, a lo largo de la tarde lo había descubierto mirándola y sonriendo de una manera peculiar, y había actuado con una decisión y una seguridad en sí mismo que le había resultado extremadamente atractiva. Tampoco ella había dejado de sonreír, aunque había tratado de convencerse de que su alegría estaba relacionada fundamentalmente con la conversación que había mantenido con Mateo. Había entrado en el dormitorio de su padre, superando el temor que le causaban sus peores recuerdos, gracias a que otra persona la había necesitado.


–Podrías quedarte –dijo Pedro.


Y la imagen de heroína que Paula estaba visualizando, se desvaneció como el humo. Esperó a que Pedro continuara, y en el silencio que siguió, creyó oír que el corazón se le agrandaba en el pecho. Pero tras una pausa, él añadió:


–A cenar –y el corazón de Paula se desinfló al instante.


–No –respondió–. Es mi última noche en la ciudad y debería pasar algún tiempo con la familia de Gonzalo. Ni siquiera sé cuándo volveré, sobre todo si acepto ir a Roma.


Sin inmutarse, Pedro sonrió y le retiró un mechón de cabello detrás de la oreja.

Soy Tuya: Capítulo 38

Pedro subió las escaleras de dos en dos, rezando para que estuvieran arriba. Algo en la mirada de extrañeza que Paula había dirigido a Mateo cuando se vieron en el colegio le hacía temer que se hubiera marchado. Comprarle un nuevo juguete o enseñarle un truco cada día no iba a bastar para que se ganara la confianza de Mateo, y Pedro dudaba de que supiera relacionarse con él de otra manera. Aun así, estaba decidido a prometerle que, si estaba interesada en aprender, él le enseñaría. Por otro lado, cabía la posibilidad de que estuviera siendo egoísta y pensando sólo en sí mismo, no en las necesidades del niño. O tal vez, éste  ansiaba tanto tener una nueva madre como él anhelaba tener a Paula. «Por favor, que no se haya ido», suplicó. Si había huido… No quería ni planteárselo. Se detuvo al oír un murmullo de voces procedente de su dormitorio.


–Mi padre hizo esto cuando yo era pequeño –oyó decir a Mateo.


–¡Es precioso! –respondió Paula. Y a Pedro le temblaron las piernas al comprobar que no se había marchado.


–Esto otro no lo hizo papá, sino mamá. A ella le gustaban más los colores brillantes que a papá y a mí. Nosotros somos más clásicos.


Pedro se apoyó en la pared y sonrió. Qué niño tan especial…


–¿Cómo era tu mamá? –preguntó Mateo súbitamente. 


Y la sonrisa se congeló en los labios de Pedro. Estuvo a punto de interrumpir la escena, pero sabía que no tenía derecho a intervenir. Mateo había sacado el tema. Era él quien quería hablar de Diana. Y era la primera vez que lo hacía desde la muerte de su madre.


–No llegué a conocerla –dijo Paula en un tono tan bajo que Pedro tuvo que esforzarse para oír–. Murió cuando yo nací.


–¡Vaya faena! –exclamó Mateo, como si le asombrara encontrar a alguien que, como él, había perdido a su madre.


–Lo mismo pienso yo –dijo Paula.


A Pedro le desilusionó que aquél pudiera ser el final de la conversación, pero Paula añadió:


–Me hubiera gustado haberla conocido, aunque fuera por poco tiempo.


Se oyó un ruido de muelles y Pedro supo que se había sentado en la cama. Paula Chaves estaba en aquel instante sentada sobre su cama.


–Tú eres muy afortunado, Mateo –continuó ella, tras una pausa.


–¿Yo? Pero…


–No hay peros que valgan –interrumpió Paula–. Tú conociste a tu madre,supiste cómo era, cómo reía, cuál era su comida favorita, a qué hora le gustaba levantarse, qué tipo de muebles le gustaban…


Mateo suspiró.


–Es verdad –dijo.


–Y, además, tienes un padre fantástico que te quiere tanto que es capaz de dejarlo todo por ir a buscarte al colegio antes de que acaben las clases.


–¿Crees que mi padre es fantástico? –preguntó Mateo. Y Pedro contuvo el aliento.


–Sí –Siena hizo una pausa antes de continuar–: Creo que tu padre es el mejor hombre que he conocido en mi vida.


Pedro expulsó el aire lentamente. El mejor hombre. ¡No había dicho el mejor padre, sino el mejor hombre!


–De hecho, creo que eres muy afortunado teniendo un padre así.


Se produjo un breve silencio antes de que los muelles volvieran a sonar y Pedro imaginó a Mateo sentándose al lado de Paula. «Vamos, Mateo», fue su sordo ruego. «Demuestra lo que valemos los hombres de la familia».


–Ella odiaba las mañanas –dijo el niño finalmente–. Papá era el que se ocupaba de llevarme al colegio. A ella le gustaba más la noche y solía acostarse a mi lado hasta que me dormía.


Se oyeron los muelles de nuevo. Pedro se arriesgó a mirar por la rendija de la puerta, pero sólo vio las piernas de ambos.


–Nuestras madres no querrían que estuviéramos tristes, Mateo. ¿No crees que la tuya desearía que hicieras bien los proyectos del colegio y que tuvieras muchos amigos?


–Supongo que sí.


–Y creo que tu padre quiere lo mismo. Para él lo más importante en este mundo es que seas feliz.


–Lo sé.


–Entonces, debes serlo.


–¿Cómo?


–Es muy sencillo. Despierta con una sonrisa y haz un esfuerzo para que cada día sea mejor que el anterior. Es así de simple –tras una pausa, Paula continuó–. Bueno, no es tan sencillo, pero hay que empezar por alguna manera, y creo que los dos deberíamos recordarlo más a menudo.

Soy Tuya: Capítulo 37

 –¿Vas a tomar una salchicha o todavía te sientes mal? –preguntó.


Él la observó con tristeza mientras aparentaba pensárselo. Ella no era ni la dulce Vanesa, ni el relajado Leandro, ni estaba ciega de amor por él, como su padre. Paula arqueó las cejas en un gesto con el que le dejó claro que no era alguien a quien podía manipular a su antojo.


–¿Qué eliges: Merienda o compasión? Desde mi punto de vista, no puedes pedir las dos cosas.


Mateo pestañeó ante la sorpresa de que alguien le hablara de aquella manera. Luego, cuadró los hombros y, pasando junto a Paula, cortó una rebanada de pan y le puso mantequilla y salsa de tomate. Disimuló la sorpresa de ver que la estrategia había funcionado y, de pronto, algo se iluminó en su interior, como si acabara de ver una luz al fondo de un túnel.


–¿Te gusta la mayonesa? –preguntó Mateo sin mirarla–. Yo la odio, pero a papá le encanta.


–No, gracias –Paula se colocó a su lado–. Yo prefiero la salsa de tomate y la mantequilla. Todo lo demás no es genuinamente australiano.


Mateo esbozó una sonrisa y la miró. Todavía parecía cansado y triste, pero en aquella mirada Paula intuyó una determinación que no reconocía en Pedro y que, por tanto, debía haber heredado, junto con los ojos, de su madre.


–¿Quieres que te enseñe mi dormitorio? –preguntó Mateo. Y Paula, dejándose llevar por el bienestar que sentía, aceptó.


Mateo puso una salchicha en el pan y con la otra mano, tomó la de Paula y la llevó hacia las escaleras. Cuando estaba a punto de llegar al segundo piso, creyó que le fallaría el ánimo. Los fantasmas no la habían abandonado, sólo le habían dado un respiro. Para ignorarlos, decidió concentrarse en los cambios que se habían producido desde su marcha. La escalera ya no tenía moqueta. También había cambiado la barandilla, que era del color y la veta de la madera que había visto en el taller de Pedro. La acarició y comprobó que había sido pulida hasta conseguir una textura de seda, lo que la llevó a imaginar las horas de trabajo que él le habría dedicado. Pero aunque la mano de Pedro se apreciara en numerosos detalles, seguían siendo las mismas escaleras y Paula sintió un escalofrío al saber que se iba a enfrentar con recuerdos de los que llevaba años huyendo. Las peleas con su hermano después de sus numerosas pataletas de adolescente, las acusaciones de que con su comportamiento estaba haciendo enfermar a su padre, el día de su fallecimiento… Mateo giró a la derecha cuando llegaron a lo alto, y parte de la ansiedad de ella se mitigó al ver que el dormitorio de Gonzalo había sido transformado en un cuarto de juego. Por fin, entraron en su dormitorio. También allí el papel de flores, las cortinas de encaje y los pósters de Nirvana y Pearl Jam habían sido sustituidos por pintura amarilla, cortinas de lino blanco y juguetes de Mateo. Pero mientras el niño le mostraba su ordenador y sus más preciadas posesiones, Paula no podía evitar que la mirada se le escapara hacia la puerta que quedaba al otro lado del distribuidor. El dormitorio principal. Con toda seguridad el dormitorio de Pedro. El antiguo dormitorio de su padre… No debía haber estado en casa. Aquel día tocaba natación y había olvidado el bañador, así que escribió una nota falsificando la firma de su padre y se fue del colegio. Después de pasar el día en unos billares, se gastó el dinero del autobús en un helado y volvió a casa. Llegó un poco antes de la una. Subió las escaleras y entró directamente en el dormitorio de su padre por si había dejado alguna moneda olvidada sobre su cómoda. Y lo encontró allí, sobre su cama. No respiraba… Se le secó la boca súbitamente y, al oír que Mateo la llamaba, súbitamente se dio cuenta de que estaba al otro lado del distribuidor, con la mano en el picaporte de la puerta.


–¡Paula! –Pedro dijo en alto cuando Leonardo y él entraron en la cocina–. ¿Mateo?


–Ve a mirar arriba, yo iré al porche –sugirió Leonardo.

jueves, 13 de mayo de 2021

Soy Tuya: Capítulo 36

Volvieron a casa en silencio. Pedro estaba furioso por haber arrastrado a Paula a aquella escena tan doméstica. Ella era una aventurera, una chica de ciudad; acababan de ofrecerle el puesto de sus sueños. Él había tratado de mostrarle el lado dulce de su vida: Las tardes en el jardín disfrutando de una deliciosa cerveza, sus amigos, el clima tropical. Y por puro egoísmo, para no separarse de ella, la había sumergido bruscamente en la vida real. Cuando llegaron, la furgoneta de Leonardo seguía ante la puerta. Mateo entró en la casa usando su propia llave, sin esperar a que Pedro y Paula bajaran del coche. Ella bajó lentamente y sonrió a Pedro.


–¿Por qué no entras y le enseñas a Mateo la bicicleta? –sugirió él, adelantándose a lo que ella pudiera decir.


–Enséñasela tú.


Pedro le tomó la mano. No estaba dispuesto a que un día fantástico acabara tan mal.


–No –dijo, acompañando la negativa con un gesto del dedo–. Es tu regalo y se lo tienes que dar tú.


Tomó la mano de Paula expectante y, como en ocasiones anteriores, le admiró lo bien que encajaba en la suya. Tras una leve vacilación, finalmente Paula sonrió y se dejó llevar cuando Pedro tiró de ella.


–Mateo, si quieres puedes merendar. Hay salchichas recalentadas –dijo Pedro al entrar, alzando la voz. Luego, se volvió a Paula y explicó–: Le encantan, así que si no ha bajado en medio minuto será porque se encuentra verdaderamente mal.


Saludó con la mano a Leonardo, que sacaba hojas secas de la alberca.


–¿Crees que está fingiendo? –preguntó Paula, al tiempo que soltaba la mano de Pedro para colocarse al otro lado de la isla central de la cocina.


Apoyó la barbilla en la mano y miró a un punto fijo de la encimera como si fuera de gran interés. Pedro no necesitaba ser un adivino para darse cuenta de que ella había vuelto a erigir una barrera a su alrededor, y no la culpaba. Mateo y él le habían fallado. Llevaban tanto tiempo inmersos en un melancólico mundo propio que ya no recordaban cómo era la vida en el mundo exterior. La única solución era volver a ganársela. Abrió el frigorífico, sacó un plato con salchichas y lo metió en el microondas.


–No estoy seguro –dijo al fin–. Quizá le he dejado fingir demasiadas veces. Pero hoy he sido severo con él. Tenía la sensación de estar siendo un mal padre si seguía consintiéndolo, y se lo he dicho. Por eso se ha enfurruñado y ha subido a su dormitorio.


Paula sonrió sin ningún entusiasmo, y Pedro no se sorprendió. Ella era feliz en compañía de pilotos y hombres de negocios, no hablando de niños enfermos con padres inexpertos.


–¿Tú solías enfurruñarte? –preguntó para incluirla en el tema, para recordarle que, aunque tuvieran estilos de vida diferentes, seguían perteneciendo a la misma especie.


–¿De pequeña? –Paula asintió–. Claro. Nací doce años después que Gonzalo, así que sólo tenía dos salidas: Convertirme en una princesa mimada o en una cabezota temperamental. Gonzalo no hubiera consentido lo primero y papá estaba demasiado ocupado trabajando como para ocuparse de mí, así que me volví una temperamental egocéntrica.


–Se lo merecían.


Pedro sólo pretendía bromear, pero se arrepintió en cuanto vió que Paula palidecía. Recordaba lo bien que la había comprendido al oírle hablar de la muerte de su padre como si se sintiera culpable. También él había perdido a un ser amado, y siempre se cuestionaría si había hecho todo lo que estaba en su mano para evitarlo.


–Escucha, no he querido decir eso –fue a tomar la mano de Paula, pero ella la retiró.


–No pasa nada, de verdad.


Sonó el timbre del microondas. Pedro se puso en pie y tamborileó en lam ventana para avisar a Leonardo de que la comida estaba lista, pero éste le hizo una seña para que saliera al jardín.


–Enseguida vuelvo –dijo Pedro a Paula. Y salió a pesar de que le preocupaba dejarla a solas con sus pensamientos.


En cuanto se fue, Paula dejó caer la cabeza sobre el pecho. Se sentía emocionalmente exhausta. Al cabo de unos segundos, oyó ruido de pasos. Era Mateo. Después del incómodo encuentro que había tenido lugar en el colegio, no sabía cómo tratarlo. ¿Debía bromear con él y decirle que había sido muy listo logrando escaparse del colegio antes que los demás? Ella lo había hecho tantas veces que era capaz de identificar a uno de los suyos a distancia. ¿O sería mejor actuar como Vanesa y preguntarle si se encontraba mejor? Esa posibilidad le dió ganas de vomitar. Si a la edad de Mateo alguien le hubiera hablado como si fuera un bebé, le habría escupido a la cara. Los niños eran personas menudas. No eran ni más estúpidos ni más ignorantes que la mayoría de gente que conocía. Así que optó por ser ella misma.


Soy Tuya: Capítulo 35

 –¿Conoces a Leonardo? –Paula sentía curiosidad por el grado de amistad que aquella mujer guardaba con Pedro.


Vanesa se sentó a su lado. Era el tipo de mujer que hacía sentir a Paula como una persona oscura y peligrosa, y despertaba en ella la misma sensación que le inspiraban de pequeña los niños felices y despreocupados, que tenían un padre y una madre. Le hacía sentir diferente. Una extraña. Mala.


–Yo puse en contacto a Leonardo y a Pedro –dijo Vanesa–. Acerté al pensar que estaban hechos el uno para el otro.


Paula notó que Vanesa se ruborizaba al nombrar a Leonardo.


–¿Leonardo y tú… Están saliendo? –preguntó, intentando disimular el alivio que le causaba aquel cambio en el escenario que había imaginado.


–A veces –dijo Vanesa con la mirada perdida–. Si por mí fuera, te diría que sí –sacudió la cabeza para volver a la realidad y comentó–: Tengo entendido que tú y Pedro se han hecho muy amigos en estos días.


–Considerando cómo nos conocimos, Pedro ha sido muy amable conmigo –dijo Paula confiando en que a Vanesa le bastara como respuesta.


–No lo dudo. Es un caballero, y por eso todos nos hemos volcado en ayudarlo. Tanto él como Mateo tienen un gran potencial. Es un niño maravilloso, leal, educado, inteligente. Y Pedro…


Vanesa suspiró y Paula tuvo ganas de arañarle la cara.


–Pedro es la joya de la asociación de padres –continuó Vanesa–. La mitad de las madres sin pareja están enamoradas de él. La otra mitad querría llevárselo a casa y darle de comer. Pero él ni se entera.


Paula asintió por pura amabilidad. No tenía la menor intención de confesarse ni seducida ni inmune a sus encantos, así que compuso una de sus magníficas sonrisas para dar la bienvenida a los pasajeros a bordo y dejó que, si lo deseaba, la propia Vanesa llenara el silencio.


–¿Paula?


Se volvió y vió a Pedro con cara de consternación. Mateo, a su lado, estaba enfurruñado y con los ojos enrojecidos.


–Es hora de marcharnos –dijo él.


–De acuerdo –Paula se puso en pie–. Hola Mateo, ¿Cómo estás?


Mateo se limitó a mirarla como si la viera por primera vez y se agarró a la pierna de Pedro. Paula no necesitaba más información para saber que se sentía fatal y que no tenía la menor intención de contarle por qué. Y no lo culpaba. Con toda seguridad, para él no era más que uno de tantos adultos que entraban y salían de su vida a diario. Se frotó las manos en la falda.


–¿Nos vamos? –dijo, caminando hacia la puerta. De pronto, deseaba salir de allí cuanto antes. Ansiaba desaparecer. Alejarse.


Veía con claridad que ése era su destino. Su paso por la vida era un tránsito solitario de un aeropuerto a otro, de un amigo a otro. Ya había demostrado que podía resultar venenosa para su propia familia. No necesitaba más pruebas para saber que debía huir. Su vida era una carrera sin rumbo ni final.


–Sí, vámonos –dijo Pedro–. Adiós, Vanesa –le dió un beso sin apartar la mirada de Paula y frunció el ceño al percibir su súbito nerviosismo–. Gracias por haber llamado.


–De nada –Vanesa se agachó hasta que su cabeza quedó a la altura de la de Mateo–. ¿Te encuentras mejor, pequeño?


Mateo asintió y dió un dramático y sonoro respingo.


–Cuídate durante el fin de semana –siguió ella–. Recuerda que el lunes nos toca hacer el proyecto. No te gustaría perdértelo, ¿Verdad?


Mateo reflexionó un instante y negó levemente con la cabeza. Paula lo miró fijamente. Se veía reflejada en él. También ella acostumbraba a dejar sus opciones abiertas. Pero al contrario que Pedro, ella no tenía ningún interés en encontrar similitudes con Mateo. No era más que una mujer de paso, alguien que vivía el presente. Las ataduras eran para aquellos que convivían con otras personas, aquellos que necesitaban pertenecer a un grupo. Y ella no tenía a nadie. Pedro acarició la cabeza de Mateo y fue hacia Paula. En aquella ocasión no le tomó la mano y ella se preguntó si habría intuido lo que sentía o si él mismo, tras pasar unos minutos a solas con Mateo, también habían cambiado de actitud y, con ese gesto, pretendía dárselo a entender.

Soy Tuya: Capítulo 34

Súbitamente, las conjeturas se convertían en realidad. No se trataba de un lento despertar provocado por una hermosa mujer que le devolvía las ganas de vivir. No era el primer paso de los muchos que tenía que dar. Algo importante estaba sucediendo entre ellos. Entre los dos. Algo inesperado y con el poder de cambiar sus vidas.


–Pedro –llamó Leonardo, aproximándose con el teléfono en la mano. Era la primera vez que él, siempre pendiente de Mateo, no lo oía–. Llaman del colegio. Mateo te necesita.


Pedro había echado a correr antes de que Leonardo concluyera. Al llegar a la puerta se volvió a Ivana y Emiliano.


–Quedense si les apetece. No tardaremos en volver.


Ivana y Emiliano hicieron un gesto con la mano para decirle que se fuera.


–No, amigo –dijo Emiliano–. Ya es hora de que nos vayamos.


Pedro miró a Paula, que seguía sentada en el banco, erguida, elegante, alerta. A pesar de todas las dudas que poblaban su mente, tenía claro que todavía quedaban asuntos pendientes entre ellos.


–Ven –dijo, tendiéndole la mano.


Y el corazón le dió un vuelco de alegría al ver la manera en la que se iluminaron los ojos de Paula. Mientras la esperaba, supo que, al llegar el final del día, no tendría más opción que pedirle que se quedara. Pedro condujo hacia el colegio dentro del límite de velocidad, pero ella podía percibir la tensión que lo dominaba. Él la miraba de soslayo cada vez que podía, y la sonrisa que bailaba en sus labios la derretía, pero en cuanto volvía la vista al frente, Paula estaba segura de que sólo pensaba en Mateo y eso le hizo arrepentirse de haber ido con él. Su hijo sería siempre su prioridad y con cada segundo que transcurría, ese pensamiento se iba asentando con más firmeza en su cerebro. Al llegar al colegio, Pedro le abrió la puerta y le tomó la mano antes de subir las escaleras que conducían a la puerta a la máxima velocidad que la estrecha falda de Paula les permitió. Pasaron por aulas llenas de niños y pupitres de colores distribuidos en círculos y no en orden alfabético, como cuando ella era pequeña. Había clases en las que ni siquiera había mesas y los profesores se sentaban en el suelo con los alumnos. Una vez más, constataba los profundos cambios que habían tenido desde su ausencia. Una mujer de la misma edad de Pedro, vestida con un traje azul, y el cabello rubio recogido en una coleta alta, fue a recibirlos al vestíbulo. Él soltó la mano de Paula y caminó apresuradamente hacia ella.


–Pedro, siento mucho haberte llamado –dijo ella, posando la mano sobre su brazo.


A Paula le irritó que lo tocara. Nunca se había sentido tan posesiva.


–No te preocupes, Vanesa –dijo él–. Ya sabes que, por muy ocupado que esté, acudiré siempre que Mateo me necesite.


Vanesa se percató de la presencia de Paula en ese momento y, por la expresión de su rostro, pareció interpretar que ella era el motivo de que Pedro hubiera estado ocupado.


–Hola, soy Paula, una amiga de la familia –se presentó ella misma al ver que Pedro no lo hacía.


–Encantada de conocerte –dijo Vanesa, estrechándole la mano–. Mateo te ha nombrado numerosas veces a lo largo del día.


–¿Qué ha dicho?


–Que le curaste la herida –dijo Vanesa–. Está muy impresionado –miró a Pedro y luego a Paula una vez más–. ¿Queren que los lleve con él?


–Ve tú –dijo Paula a Pedro–. Yo los esperaré aquí.


–Gracias, Paula. No tardaremos.


Pedro siguió a Vanesa al aula y Paula los vió agacharse para hablar con Mateo. Por la rendija de la puerta le llegaba la voz grave de él consolando a su hijo. Luego, hizo una broma con la que obviamente quería hacerle sentir que todo iría bien, que pronto el mundo le resultaría un lugar menos hostil. Paula pensó que ella nunca se había sentido segura de niña. Al haber perdido a su madre, vivía cada día con el temor de que alguien importante en su vida desapareciera. La muerte de su padre había confirmado sus temores. Y en ambas ocasiones se había sentido culpable. No podía contaminar a Pedro y a Mateo con una energía tan negativa. ¿Cómo arriesgarse a que Mateo acabara pareciéndose a ella? ¿Y si empezaba a escaparse por la ventana para encontrarse con sus amigos? ¿Y si se volvía indomable y un día decidía marcharse y le decía a Pedro que no tenía intención de volver?


–Mateo no es el único que me ha hablado de tí hoy.


Paula se volvió y vió a Vanesa apoyada en la puerta.


–¿Quién más me ha mencionado?


–Leonardo.

Soy Tuya: Capítulo 33

 –Paula –la profunda voz de Pedro reverberó en su interior. Al alzar la mirada se encontró con sus divinos ojos grises–. Hay un montón de comida y un par de viejos amigos a los que me encantaría presentarte. Por favor, únete a nosotros.


Tomó el brazo de Paula y lo entrelazó con el suyo en un gesto que empezaba a convertirse en hábito. Ella se quitó los zapatos mecánicamente, como si lo hubiera hecho cientos de veces antes, y de pronto se sintió menuda y frágil al lado de un hombre tan fuerte y sólido como Pedro. Cuando la puerta se cerró a su espalda, las voces que llegaban de la cocina callaron y dos caras se asomaron a la puerta.


–Emiliano, Ivana, ésta es Paula.


Los ojos de Ivana brillaron.


–Aaaah, la valiente heroína de Mateo.


–¿Quién? –susurró Emiliano.


–La del coche y los ojos verdes que le curó la herida –dijo Ivana entre dientes, al tiempo que daba un paso adelante con la mano extendida.


Pedro soltó a Paula y ésta se vió arrastrada por Ivana hacia el jardín, donde estaban preparando una barbacoa. 


Durante la tarde, Paula trató de imaginar cómo se sentiría perteneciendo al mundo de Pedro, con sus barbacoas, sus reuniones de padres y hasta con alguna que otra clase de piano. Teniendo en cuenta que su agenda estaba llena de direcciones de tintorerías, masajistas y compañías de taxis de todo el mundo, le resultaba difícil imaginarlo como una posibilidad real. Pero cuando lo descubría mirándola con una dulce sonrisa, o cuando, con cualquier excusa, la tocaba, la idea de vivir en una zona residencial de Cairns resultaba súbitamente tentadora. Cuando el calor se hizo insoportable, se quitó la chaqueta. En un momento en el que Leonardo y Emiliano peleaban por las pinzas de la barbacoa e Ivana se refrescaba, sentada en el borde de la piscina con los pies en el agua, Paula y Pedro se encontraron solos en una gran mesa de madera, a la sombra de una pérgola. Paula dió un largo sorbo a su cerveza.


–La cerveza nunca sabe tan bien como en una calurosa tarde de verano en el trópico –dijo Pedro, expresando en alto lo que ella acababa de pensar.


–¿Quiénes son? –preguntó, a la vez que miraba cómo Ivana humedecía las piernas de su marido con agua de la piscina.


–Somos amigos desde la infancia. No nos veíamos hacía meses por mi culpa. Afortunadamente, han sido lo bastante testarudos como para seguir insistiendo. Está claro que esta semana estoy siendo muy afortunado.


Paula tomó aire por la nariz y tragó lentamente.


–Háblame de tu reunión –añadió él, salvándola de tener que responder a su comentario. 


Se sentó en el banco a horcajadas para mirarla de frente y Paula sintió que el resto del mundo desaparecía a su alrededor y sólo existían ellos dos. Pensó en Max y en su ridícula casa, pero estaba claro que eso no era lo que le interesaba saber a Pedro. Probablemente había ido más de una vez. Así que decidió no andarse por las ramas y contestar.


–Me ha ofrecido Roma.


Pedro se sintió como si acabaran de darle un puñetazo. La suerte acababa de abandonarlo.


–Así que Roma… –fue todo lo que se le ocurrió decir.


Paula asintió al tiempo que se mordisqueaba el labio con gesto nervioso. Pedro tuvo que morderse la lengua para no gritarle que no se marchara. Apenas la conocía. No tenía derecho a decir algo así. Y menos cuando la mirada decidida de Paula le indicaba que si alguien osaba decirle lo que debía hacer, ella huiría antes de que su interlocutor tuviera tiempo a terminar su frase.


–Eso era justo lo que querías, ¿No es cierto? –dijo, admirándose de poder articular palabra.


Paula frunció el ceño.


–Lo era. Lo es. Pero le he pedido que me dé tiempo para pensarlo. Tengo veinticuatro horas. Mañana a esta hora, mi destino estará decidido.


Y de pronto, las piezas del puzzle encajaron. Paula había ido directamente de la entrevista a verlo. No había ido ni al taller de Gonzalo, ni a su casa, ni al aeropuerto. Había acudido a él.

martes, 11 de mayo de 2021

Soy Tuya: Capítulo 32

Ya en Cairns, Paula hizo lo posible por recordar por qué odiaba tanto la ciudad. Rafael la llevó a lo largo del magnífico paseo marítimo, por el que deambulaba gente de todas las edades, en bañador, relajada, disfrutando de las vistas; luego llegaron al inmenso lago artificial rodeado de zonas verdes, de sofisticados restaurantes y tiendas, y se adentraron en las hermosas calles próximas a la playa. Cairns había cambiado radicalmente en siete años. Y, tal y como estaba empezando a descubrir, también ella. Ya no era la adolescente rebelde e iracunda que acostumbraba a ser. Se había construido una gran carrera, tenía amigos en todo el mundo, pero aun así, echaba algo en falta. Su anhelo por alcanzar siempre cotas más altas la habían conducido hasta donde estaba, pero sus pies, en continuo movimiento, empezaban a necesitar pisar tierra firme. Al llegar a un cruce que le resultó familiar, llamó a Rafael.


–¿Cambio de planes, señorita Chaves?


El chófer tenía la habilidad de leerle el pensamiento.


–Sí. Necesito comprar una cosa.


Media hora más tarde, la limusina se detenía delante del número catorce de Apple Tree Drive. El gran roble que había delante de la casa tenía un agujero donde había recibido el impacto del coche de Gonzalo, y el rosal de Paula había desaparecido.


–¿Tenía algo en contra del árbol, señorita? –preguntó Rafael.


–No me extrañaría que supiera cuántas veces me caí de él cuando era pequeña, Rafael –la forma en que él sonrió hizo que Paula decidiera no arriesgarse a averiguarlo–. Gracias por haber tenido tanta paciencia conmigo.


–Ha sido un placer. Hasta mañana, señorita Chaves.


Paula se quedó sola ante la puerta de la casa, con la bicicleta que acababa de comprar a su lado. Llamó usando la aldaba en forma de cabeza de león que le había regalado a su padre cuando cumplió sesenta años. Oyó una voz aproximarse hasta que la puerta se abrió. Al otro lado estaba Leonardo.


–¡Caramba, pero si es Paula Chaves, la hermana de Gonzalo Chaves y antigua habitante de esta casa!


–Hola, Leonardo –saludó ella con un hilo de voz–. ¿Está Pedro?


Como si el susurro hubiera llegado automáticamente a sus oídos, Pedro apareció de perfil en el umbral de la puerta de la cocina. Llevaba un trapo de cocina al hombro, unos vaqueros gastados, un polo con el cuello abierto y estaba descalzo. Alguien reía como respuesta a algo que había dicho.


–Pedro –dijo Leonardo, alzando la voz–. Tienes otra visita.


Pedro se volvió y se quedó paralizado. De pronto sus ojos y su rostro se iluminaron. Ni siquiera pretendió ocultar sus sentimientos hacia Paula. Los mismos que ella sentía hacia él. Y aquella señal bastó para que ella se tranquilizara y supiera que había hecho bien en ir a verlo.


–Hola, Paula –dijo él, aproximándose.


–Hola –respondió ella, que se sentía muy pequeña en el umbral de la puerta–. He traído un regalo a Mateo –indicó la bicicleta que tenía apoyada en la pierna.


Pedro miró la bicicleta y luego deslizó la mirada por el traje y el cuidado maquillaje de Paula, y se llevó la mano al pecho.


–Estás preciosa –dijo. Y, tomándole las manos le abrió los brazos para poder admirarla. Luego, su expresión se veló por un instante y preguntó–: ¿Has ido a la reunión?


Paula asintió y tuvo la sensación de derretirse bajo su atenta mirada. No recordaba ser objeto de tanta ternura desde hacía años, de ser contemplada como si fuera algo muy valioso. Y era una sensación maravillosa.


–Sé que Mateo debe estar todavía en el colegio, pero he querido aprovechar la limusina para traer la bicicleta.


–No deberías haberte molestado.


–No ha sido ninguna molestia.


–Por favor, pasa –Pedro tomó la bicicleta y la apoyó en la pared del porche.


Luego, agarró la mano de Siena y ésta se estremeció al sentir el roce de su piel áspera y callosa. Se oyó la risa de una mujer en la cocina.


–No quiero molestar –dijo, titubeante–. No debería haber venido sin llamar. No sé en qué estaría pensando.


Ésa era una verdad a medias. Claramente, había estado pensando en él. Y dado que James era listo e intuitivo, se habría dado cuenta nada más verla.


–¡Tonterías! –fue la respuesta de Pedro a ambos comentarios y, dando un paso adelante, se unió a Paula bajo el emparrado que cubría el porche.


La escena hizo recordar a Paula su primer beso con… ¿Cómo se llamaba? Un chico al que había arrastrado hasta su casa con la esperanza de que su hermano Gonzalo los pillara y se pusiera hecho una furia. Ella y el muchacho se habían besado. Un beso breve, que había disfrutado más de lo que esperaba. Pero Gonzalo no se había enterado y ella había pasado el resto del mes esquivando al pobre chico. Su miedo al compromiso era una característica que la acompañaba desde muy temprana edad.


Soy Tuya: Capítulo 31

Miró el papel detenidamente, lo dobló y lo metió en el bolso.


–¿Cuánto tiempo me das para pensarlo?


Max pareció levemente contrariado, pero se dominó al instante.


–Veinticuatro horas.


Paula asintió. Un día. Le quedaba un día en Cairns para pensarlo.


–Te contestaré mañana a esta hora.


Max se puso en pie y le estrechó la mano. Paula sintió una presencia a su espalda. Rafael había vuelto, lo que significaba que era hora de marcharse. Tomó el bolso y siguió al chófer mientras se preguntaba si no estaría volviéndose loca. Le ofrecían su sueño en bandeja y en lugar de aceptarlo entusiasmada, pedía tiempo para decidirse.


–¿Qué tal ha ido la reunión, señorita Chaves? –preguntó él cuando llegaron al vestíbulo.


–Maravillosamente –dijo ella.


Él la miró de soslayo con sus inquisitivos ojos, y una vez más, Paula se preguntó si el trabajo de chófer no sería más que un mero entretenimiento durante sus vacaciones en el ejército.


–¿Qué le parece la idea de Roma?


En lugar de sorprenderse de que Rafael tuviera información supuestamente reservada, se limitó a decir:


–Me encanta Roma, la adoro. Sus tiendas, sus cafés, sus monumentos… Siempre he querido vivir allí. Y sin embargo, le he dicho a Max que necesito pensarlo. ¿Estoy loca? ¿Debería volver y jurar que sólo estaba bromeando y que haré el equipaje inmediatamente?


Rafael mantuvo la puerta de la limusina abierta.


–No –dijo, tajante–. Hágale esperar. Le sentará bien.


Al sonreír, una cicatriz que cruzaba su mejilla se hizo visible. Siena le sonrió. Había decidido que era un buen tipo.


–Las nuevas instalaciones para la formación del personal están en la propiedad –dijo Rafael–. Max pensaba que le gustaría visitarlas.


Paula asintió. Le iría bien distraerse un rato para poner en orden sus ideas. Rafael la llevó hasta un edificio azul y blanco. El interior era elegante, con una mezcla de clasicismo y vanguardia que la impresionó. Siete años antes, ella había realizado su formación en un modesto edificio a las afueras de Melbourne. Tanto ella como Max habían recorrido un largo camino desde entonces.


–¿Usted es Paula Chaves? –preguntó una voz a su espalda.


Al volverse, Siena descubrió un grupo de jovencitas de ojos brillantes y cabello recogido en una coleta, muy parecidas a la Jessca fascinada con el malabarista.


–Así es –respondió.


–Cuando salieron los anuncios –dijo una de ellas–, no creíamos que fueras una azafata de verdad porque ninguna de nosotras habíamos coincidido contigo. ¿Es verdad que vuelas regularmente?


–Desde hace siete años. Los últimos tres he alternado los vuelos nacionales con los internacionales, tal vez por eso no me hayan visto antes.


–Yo daría lo que fuera por hacer vuelos internacionales –dijo la jovencita con expresión soñadora.


En ese momento, Paula vió que la joven llevaba un anillo de compromiso y sintió lástima por ella. Nunca llegaría a cumplir su sueño profesional. La vida de una azafata internacional era demasiado azarosa, su maleta se convertía en su hogar y sus horarios eran caóticos. Eso mismo era lo que a ella le había atraído de su trabajo. Lo mismo que lo hacía inapropiado para una mujer enamorada. La vida amorosa de una azafata de MaxAir se limitaba a recibir pellizcos de los pasajeros en el trasero o a tener un amor en cada puerto.


–Te parecerá una tontería, pero ¿Me das tu autógrafo? –preguntó la joven.


–Claro –Paula firmó, prefiriendo no compartir sus pensamientos con la joven.


–¡Feliz estela! –dijeron las chicas al unísono, al tiempo que Rafael escoltaba a Paula hacia la puerta.


–Lo mismo digo –dijo Paula antes de salir a la luz del exterior con el ánimo abatido.


Se sentía como si a su espalda dejara un rastro de huellas sobre la arena mojada. El rastro de huellas de una persona sola.

Soy Tuya: Capítulo 30

Miró de soslayo al hombre que tenía ante sí. Era guapo, alto, imponente. Pero a pesar de todo, no tenía ni un ápice del magnetismo de Pedro Alfonso. «Concéntrate», se dijo, enfadándose consigo misma. «De acuerdo. Ese Alfonso te encanta y hace que el corazón se te derrita cuando te mira. Acéptalo y apártalo de tu mente». Max la condujo hasta unos sillones de caña bajo una sombrilla azul celeste. A un lado se veía el campo de golf. Al otro, el inmenso mar.


–Bien, Paula –dijo él cuando se sentaron–, supongo que dada la rapidez con la que circulan los rumores en MaxAir, debes de imaginarte por qué te he hecho venir.


Paula asintió, pero guardó silencio. Aunque los rumores solían confirmarse, no quería meter la pata. Max sonrió súbitamente, mostrando sus blanqueados dientes de estrella de cine.


–Fantástico –continuó–. Estoy encantado con el resultado de la campaña publicitaria con tu rostro en las vallas publicitarias de todo Australia. Está claro que transmites confianza a nuestros clientes.


Paula tuvo un momento de pánico. ¿Estaría a punto de pedirle que se quedara en Australia? Y si lo hacía, ¿Qué iba a contestar? ¿Le suplicaría que la enviara a Roma? Si Max se negaba, ¿Dimitiría? De pronto no tuvo ni idea de cómo iba a reaccionar. Sólo supo que algo había cambiado en ella, que le ofreciera Max lo que le ofreciera, no volvería a su rutina ni a su modo de vida anterior. Lo que antes le resultaba satisfactorio y lleno de posibilidades, de pronto le parecía insuficiente. Anhelaba algo más. Se clavó las uñas en la palma de la mano mientras esperaba. El corazón le latía con fuerza en el pecho.


–Supongo que has oído que nuestra línea Roma-París ha sufrido pérdidas en relación a otras compañías. Me gustaría contar contigo para que vayas a Roma e inyectes un poco de juventud y energía australiana a nuestra rama europea.


Paula aguardó a oír las condiciones que Max pensaba plantearle, pero un camarero uniformado de blanco apareció de la nada con un martini para él y un a limonada para ella.


–Quiero que te instales en Roma –continuó Max, una vez el camarero desapareció tan sigilosamente como había aparecido–. No me gusta que mis chicas de Roma se estresen, así que sólo trabajarás tres días por semana y un mes de cada tres. Si crees que ya has alcanzado un buen puesto, no tienes ni idea de lo que te espera en Roma.


Paula sintió un hueco en el pecho. Roma. Después de tanta preocupación y ansiedad, Max le ofrecía Roma, susueño, el puesto con el que demostraría al mundo que había alcanzado la cumbre.


–¿Por qué yo? –preguntó sin poder ocultar la estupefacción que sentía.


Max sonrió.


–De todas las caras que hemos utilizado, la tuya ha sido la más reconocida sistemáticamente por todos los chicos y chicas del país. Los informes de tu trabajo son siempre impecables. Has cambiado de rutas, de compañeros de trabajo, de posición… Y jamás has titubeado ni has aducido problemas personales, ni familiares como excusa. De hecho… –Max bajó la vista hacia un papel en el que Paula no se había fijado hasta ese momento–, quizá no lo sepas, pero sólo has faltado dos días al trabajo en los siete años que llevas con nosotros.


Las palabras de Max la alcanzaron como si le hubiera tirado a la cara un jarro de agua fría y se dio cuenta de que la única razón por la que nunca había rechazado ningún trabajo era porque, al contrario de lo que le sucedía a la mayoría de sus colegas, ella no tenía ni familia ni vida personal. Llevaba corriendo desde el día que huyó de su casa y sin saber muy bien cómo, se había convertido en la «Trabajadora del milenio». De pronto no tenía claro si quería seguir siéndolo. Al ver que Paula no contestaba, Max la observó con los ojos entornados y una amplia sonrisa. Sacó un papel azul del bolsillo con el anagrama de la compañía, apuntó algo y se lo pasó deslizándolo sobre la mesa.


–Ésta es mi oferta.


Paula se dijo que no debía mirar, que no podría resistirse y caería de rodillas ante Max, cuando su corazón le decía que debía decirle que lo pensaría. Pero rebelde y testaruda como era, no atendió sus propias órdenes y miró. El salario doblaba el que cobraba por aquel entonces. Además, podría viajar a cualquier parte del mundo con MaxAir. Tendría chófer y la compañía pagaría su mudanza a Roma. Todo ello explicaba por qué no había recibido el calendario de vuelo del siguiente trimestre. El acuerdo era tan espectacular que no pudo reprimir una exclamación. Max sonrió.


–¿Debo interpretar que aceptas?


Paula creyó que la cabeza le estallaría. Dudaba que hubiera alguien capaz de titubear ante la posibilidad de cerrar un acuerdo como aquél. Sólo hacía una semana, ella no habría vacilado.

Soy Tuya: Capítulo 29

Fue a incorporarse, pero Gonzalo le lanzó una pelota con la que estaba jugando para obligarla a quedarse donde estaba.


–Pau, ese hombre vale la pena –continuó su hermano–. Gana mucho dinero y las chicas dicen que «Está como un tren». No hagas una de tus típicas jugadas y lo ahuyentes como has hecho con todo el que ha intentado acercarse a tí.


Paula lo miró airada.


–Yo no ahuyento a nadie.


–Eso no es verdad. En cuanto te convertiste en adolescente torturaste a papá.


Paula quería gritarle que eso era lo que hacían los adolescentes con sus padres, especialmente las chicas que habían sido las niñitas de sus papás. Pero que eso no significaba que el corazón le hubiera fallado por…


–Luego me ahuyentaste a mí –continuó Gonzalo–, y lo habrías conseguido si yo no me hubiera dado cuenta de que era mejor sujetarte con una goma elástica que con una cuerda. Al menos así sabía que cuando la tensaras al máximo, saltaría y te devolvería a mí.


–¡Pero si te da lo mismo lo que me pase!


–Te equivocas. Soy tu familia. También lo es mi mujer, que te adora, y mis hijos. Y he visto la cara que se te pone cada vez que te llaman «Tía Pau». Por no mencionar a la pequeña Camila, que se parece tanto a tí cuando eras un bebé que me dan ganas de llorar.


–Escucha…


Afortunadamente, una llamada a la puerta los interrumpió. Era uno de los trabajadores de Gonzalo.


–Hay un tipo con traje azul y un extraño sombrero que dice que viene por tu hermana.


Paula se puso en pie y, con gesto digno, dejó la pelota sobre el escritorio de Gonzalo.


–Debe ser Rafael, mi chófer. Gracias.


El hombre se sonrojó bajo la mejilla tiznada de negro y se marchó. Paula esperó a que Gonzalo hiciera algún comentario sarcástico, pero en lugar de decir, por ejemplo, que por qué no había usado los servicios de Rafael el día anterior en lugar de destrozarle el coche, se limitó a dar un prolongado silbido y despedirla:


–Será mejor que vueles… Como siempre.


–Buenas tardes, Rafael –Paula saludó al conductor al entrar en la limusina.


–Señorita Chaves, debería haberme llamado ayer para que la llevara a su antiguo vecindario –dijo él mientras Paula se acomodaba en el asiento–. Podría haber resultado herida.


Paula hubiera jurado que mascullaba algo relativo a «Las mujeres al volante», pero estaba tan desconcertada que lo pasó por alto.


–¿Cómo te has enterado?


–Por un amigo de un amigo –dijo él, observándola por el espejo retrovisor con una sonrisa burlona.


Paula no quiso saber más detalles. Aquella ciudad era tan pequeña que le resultaba asfixiante.


-Calla y conduce, Rafael.


Él rió y puso en marcha el coche.


–Sí, señorita.


El viaje hacia Far North Queensland fue maravilloso. Pasaron bajo las cabinas del teleférico, que parecían flotar en el aire sobre la exuberante vegetación y los espectaculares acantilados, y supo que sólo por aquella excursión había valido la pena volver a Cairns. Respiró profundamente para apartar aquel pensamiento de su mente y miró por la ventanilla hacia la derecha, donde las playas de arena blanca salpicadas por formaciones rocosas negras alternaban con granjas de azúcar o plantaciones de palmeras. Pasaron Palm Cove, con sus lujosas mansiones y jardines. De no haber aceptado la invitación de Gonzalo, aquél hubiera sido el lugar donde Paula se habría alojado, disfrutando del sol o buceando en las aguas de Green Island. Se incorporó en el asiento para ver el mar hasta el horizonte y tuvo que reconocer que, entre todos los sitios maravillosos a los que había ido, aquél debía estar entre los mejores. Media hora más tarde llegaron a Port Douglas. Dejaron atrás los campos de golf y, tras pasar por el perímetro de varias mansiones y entrar en un camino de gravilla, llegaron ante el Palazzo Maximilliano, un edificio grande y opulento, de diseño simétrico y tres pisos, decorado en blanco y oro, y rodeado de palmeras. Maximilliano, calvo y bronceado de los pies a la cabeza, salió a recibirla en esmoquin y con un martini en la mano. Cuando cruzaban el umbral de la puerta, Paula echó una ojeada hacia atrás y vió que Rafael partía en la limusina hacia la verja de entrada.


–Paula –dijo Max, con su inconfundible acento americano–. Gracias por haber venido.


–No hay de qué, Max –respondió ella, decidida a aparentar una calma que estaba lejos de sentir.


Él indicó con la mano el pasillo de mármol blanco que conducía a la parte de atrás de la casa donde una piscina de agua cristalina lanzaba destellos bajo los rayos del sol.

martes, 4 de mayo de 2021

Soy Tuya: Capítulo 28

Pedro comprendió lo que Leonardo quería insinuar y se dió cuenta de que tenía razón. Ocultó la cara entre las manos.


–De acuerdo –dijo bruscamente–. Si es así, ¿Por qué cuando me ha pedido que le hablara de Diana le he dicho que era «Incandescente»?


Leonardo lanzó una sonora carcajada.


–¿Cómo has descrito a Diana?


–Incandescente. Quiere decir…


–Sé perfectamente lo que significa. También sé que si has dicho algo así en tu primera cita es o porque estás aterrorizado de cuánto te gusta esa chica o por lo todo lo contrario. Sólo tú lo sabes.


Tras lo cual, Leonardo le dió unas palmaditas en la espalda y se fue, dejándolo con sus pensamientos. Pero el problema no era sus pensamientos, sino su conciencia.





–¿Qué tal ha ido tu gran cita? –preguntó Gonzalo a Paula cuando ésta salió del cuarto de baño, arreglada para la reunión.


–No era una cita –dijo Paula, pasándose un dedo por los labios para asegurarse de que se había extendido bien el brillo. 


Luego, se dejó caer sobre una silla, estiró las piernas y se llevó el brazo a los ojos. Oyó que Gonzalo se sentaba al otro lado de su escritorio.


–Si has ido con ese Pedro Alfonso, es evidente que se trataba de una cita –dijo Gonzalo–. Aunque para serte sincero, no sé a qué están jugando. Tiene un hijo y ha sido muy ambiguo respecto a su esposa.


Paula bajó el brazo y le lanzó una mirada furibunda.


–Gonza, su mujer murió hace un año, así que no es un tema del que le guste hablar. Por Dios, ¿Qué clase de persona me consideras?


–Te veo tan poco que no sabría decirlo –replicó él con expresión severa.


–Pues has de saber que jamás saldría con un hombre casado y que no tengo la menor intención de lanzarme a los brazos del encantador señor Alfonso. Teniendo en cuenta que me voy mañana, sería una gran estupidez.


–¿Y por qué sales con alguien de Nueva York? ¿Por qué en su caso no importa que sólo estés de paso?


Paula resopló de impaciencia.


–Pedro me ha invitado porque es un hombre amable y yo he aceptado porque no quería pasar más tiempo a tu lado.


–¡Ya empezamos! –Gonzalo la miró con desdén.


–¿Qué quieres decir?


–Que te dedicas a ir de aquí para allá para evitar que haya algo duradero en tu vida. Sin embargo, es evidente que ese Alfonso ha visto en tí algo, y eso ya dice mucho a su favor.


Aquél era el Gonzalo del que Paula había huido en cuanto tuvo oportunidad. De hecho, le sorprendía que hubiera tardado veinticuatro horas en decirle que era una inútil. La sangre le hirvió en las venas. Había soportado tantos comentarios de aquel tipo durante su infancia que había llegado a creer que eran verdad. Pero a lo largo de su vida le había demostrado a él y al mundo entero que sí servía para algo. Si estaba en la ciudad era para encontrarse con Maximilliano. ¿No era bastante prueba de lo lejos que había llegado?


Soy Tuya: Capítulo 27

 –Ya hemos llegado.


Pedro asintió con expresión inescrutable.


–Buena suerte con tu entrevista –dijo, tras observarla detenidamente–. Espero que te den buenas noticias.


Pero Paula adivinó por el brillo en sus ojos que tenían ideas opuestas de lo que significaban «buenas noticias».


–Gracias –dijo ella. 


Su nerviosismo se manifestaba en un constante balanceo entre un pie y otro. Pedro la observaba con una cálida sonrisa. De pronto, se inclinó hacia ella y posó las manos en su cintura.


–Gracias por el café, Paula –dijo con una voz ronca y dulce a un tiempo, que reverberó dentro de ella. Luego se inclinó y la besó en la mejilla.


A continuación, y tras dirigirle una acariciadora mirada, dió media vuelta y se alejó, dejando a Paula sin habla y con la sensación de que aquel beso le había dejado una marca indeleble en el rostro.





-¿Que tal ha ido tu gran cita? –preguntó Leonardo, sin alzar la vista de una rejilla que estaba limpiando, al ver entrar a Pedro.


Pedro se sobresaltó.


–¡Qué susto me has dado!


Dejó las llaves sobre la mesa de la entrada y, yendo directamente a la cocina, abrió el frigorífico, más por esconderse de Leonardo que porque quisiera algo.


Pero Leonardo asomó la cabeza por encima de la puerta.


–Me tienes en suspenso.


–No era una cita, Leonardo –dijo Pedro, tomando una manzana que en realidad no le apetecía–. Sólo la he invitado a tomar un café para agradecerle la atención que le dedicó ayer a Mateo.


–Pues te aseguro que ibas vestido como si fueras a pedir un crédito al banco.


Pedro se miró.


–Eso son imaginaciones tuyas.


Súbitamente, Leonardo alargó la mano y, aunque Pedro intentó esquivarlo, consiguió pasarle el dedo por la mejilla y olerlo.


–Loción de afeitado. Y del bueno. Además, has usado la plancha.


Pedro dejó escapar un quejido y mordió la manzana al tiempo que Leonardo sonreía con satisfacción.


–Venga, amigo, cuéntame cómo ha ido –insistió.


Pedro se dejó caer sobre una silla. Había sido un día lleno de nuevas sensaciones: Su primera cita en varios años, la primera mujer cuya mano encajaba en la suya como si formara parte de él, la primera vez que le había dicho a alguien que le gustaría que Mateo se pareciera a él…


–Ha sido rara –admitió finalmente–. Aterrorizadora, apasionante y divertida al mismo tiempo.


–¡Fenomenal!


–¿Fenomenal? –Pedro se revolvió en la silla–. Leonardo, no sé qué tenía en la cabeza. Mateo todavía habla con Diana durante el día antes de ir a la cama, y yo me despierto cada mañana con la esperanza de que no tenga una de sus dolencias psicosomáticas. No está listo para ningún cambio.


–Entre todas esas patéticas excusas no has mencionado qué sientes por ella.


–¿Será que me equivoco? –preguntó Pedro, ausente, como si no hubiera oído a su amigo–. Quizá no tenga sentido empezar a salir con una mujer y arriesgarme a pasar una vez más por lo mismo.


Aquellas noches en las que Diana salía con sus amigas y él se preguntaba si volvería. La angustia de pensar que si hubiera hecho más por domarla, si la hubiera necesitado tanto como ella a él, todo habría sido diferente.


–Está bien –dijo Leonardo–, pero dime una cosa: ¿Hace tiempo que te planteas eso o es una nueva teoría?


Pedro reflexionó unos instantes. Tenía la sensación de haberse hecho preguntas de ese tipo en el blog, pero siempre habían sido preguntas retóricas, lanzadas sin esperar una respuesta.


–Puede que no me lo haya planteado hasta ahora –admitió.


–¿Hasta que la has conocido?

Soy Tuya: Capítulo 26

 –Si, tal y como asegura tu hermano, eres una nómada, ¿Qué te ha traído a tu hogar?


Hogar. Paula esperó a que la palabra le hiciera sentir náuseas, pero en los labios de Pedro adquiría nuevas connotaciones que despertaban un cosquilleo en su estómago.


–Tengo una entrevista esta tarde con el mismísimo Maximilliano –miró el reloj e hizo una mueca al darse cuenta de que tendrían que volver pronto.


–Supongo que en las oficinas centrales de Port Douglas –dijo Pedro–. Hace un par de años me encargó un mueble para su casa.


Paula se apoyó en el respaldo del asiento.


–Supongo que no se trataría de un cambiador –era de todo el mundo conocido que Maximilliano era gay.


–La verdad es que no. ¿Y te ha citado para convencerte de que te quedes? Conozco a varios ejecutivos que acabaron instalándose aquí después de una de esas reuniones. Parece ser una de sus estrategias.


Paula sintió un escalofrío al oír lo que llevaba temiendo todos aquellos días. Hasta sus colegas de trabajo habían hecho apuestas al respecto.


–La verdad es que no sé para qué quiere verme.


–¿Qué es lo que querrías?


–Que me enviara a Roma –dijo Paula sin titubear–. Es el máximo puesto al que uno puede optar dentro de la compañía y lo deseo más que nada en el mundo.


Una sombra cruzó el rostro de Pedro, y Paula, consciente de que la habían causado sus palabras, apartó la mirada.


–Por cierto –exclamó, fingiéndose sorprendida al mirar el reloj–. Tendremos que volver pronto si no quiero llegar tarde a la cita.


Pedro hizo una señal a la camarera para que les preparara la cuenta. Cuando Paula hizo ademán de sacar la tarjeta de crédito, él la detuvo con un gesto de la mano.


–Invito yo –dijo.


–¡Eres un hombre de otra era! –bromeó Paula–. Los hombres con los que salgo asumen que pagamos a medias.


Pedro sonrió maliciosamente al tiempo que sacaba unos billetes de la cartera.


–Ya pagarás la próxima vez.


¿La próxima vez? Aquella sonrisa… Paula apretó los dientes. Pedro le tendió la mano para ayudarla a levantarse y ella se sintió orgullosa de sí misma por seguir respirando pausadamente aun cuando él entrelazó los dedos con los suyos para guiarla al exterior. Una vez fuera, Pedro le tomó la mano y se la colocó en el ángulo del brazo. Para contrarrestar el embriagador efecto que aquel gesto tuvo en ella, se gritó: «Me voy mañana. El sábado estaré en un avión rumbo a Melbourne y no pienso volver nunca más». Pero, a pesar de la vehemencia que trató de imprimir a sus mudas afirmaciones, no consiguió creer en ellas. No podía negar que había pasado un rato maravilloso con alguien que le obligaba a estar alerta, que le contaba cosas interesantes, que le hacía sentir un delicioso calor interior y con quien había hablado de cosas que solían reservarse a las amistades profundas. Aunque siempre cabía la posibilidad de que todo ello hubiera sucedido precisamente porque se marchaba al día siguiente… En cualquier caso, aunque reuniera a sus amigos desperdigados por todo el mundo, a sus elegantes y cosmopolitas Gustavo o Mariano, a las azafatas con las que había compartido tantos vuelos y tantas noches de diversión en Nueva York, estaba segura de que no lograría ser tan feliz como apoyada en el fuerte y cálido brazo de Pedro después de haber disfrutado de un almuerzo delicioso, aunque nada sofisticado. En el futuro, cuando tuviera que buscar un recuerdo agradable para salvar una situación tensa, pensaría en aquella escena con palmeras, tiendas coloridas, cielos azules y un hombre muy especial a su lado. Para cuando llegaron al teleférico casi se había convencido de que él podría llegar a ser su «Amigo» en Cairns si es que sus viajes la llevaban allí de vez en cuando. Podrían tomar un café juntos, ir a visitar algún lugar exótico… Sería muy divertido. Pero de pronto le asaltó el recuerdo de algunas de las frases que había leído en el blog: "Hay días en los que no tengo ganas ni de levantarme ni de ducharme, ni siquiera de hacerle el desayuno a Mateo. Y la idea de salir a la calle me produce pánico". Un hombre que después de haber escrito algo así, se arreglaba y la invitaba a salir, no era alguien con quien tontear. Y fuera lo que fuera lo que Pedro buscaba, ella no podía dárselo. Hicieron el resto del camino sin apenas intercambiar palabra. Cuando llegaron al taller de Gonzalo, Paula se detuvo bruscamente.

Soy Tuya: Capítulo 25

 –Tienes razón. Mateo se parece mucho a ella –añadió él, mirando súbitamente por la ventana como si en el exterior hubiera algo de gran interés.


Paula tuvo que reprimir el impulso de tomarlo por la barbilla y obligarle amirarla con la misma sonrisa que de pronto se había borrado de sus labios.


–Siempre he pensado que en temperamento se parece más a mí –continuó él–, pero debe ser lo que nos pasa a los padres adoptivos: Buscamos rasgos de nuestra personalidad que en realidad no existen.


–Parece un niño… encantador –dijo Paula, que de pronto tuvo una punzada de celos–. Seguro que, en parte, lo es gracias a tí.


Hubiera podido abofetearse por utilizar una palabra tan poco sutil, pero lo olvidó todo cuando Pedro volvió a mirarla con una de sus tenues sonrisas, como si se tomara lo que acababa de decirle como un gran halago. La comida llegó y Paula tuvo ganas de abrazar a la camarera por interrumpirlos. Bebió el café de un sorbo para tranquilizarse y se arrepintió al instante. En primer lugar porque Pedro estaba en lo cierto y era el mejor café que había tomado fuera de Roma. En segundo lugar, porque estaba tan caliente que le quemó la boca. Él comió lentamente y sin hacer ni una miga, mientras que ella, a pesar de los esfuerzos que hizo por imitarlo, acabó mucho antes. Siempre comía demasiado deprisa, casi con glotonería. Él midió la velocidad y las porciones a la perfección de manera que, cuando acabó de comer, todavía le quedaba un poco de café tibio.


–¿Y tu familia? –preguntó él, limpiándose las comisuras de los labios con la servilleta–. ¿Tus padres todavía viven aquí?


Paula se pasó la lengua por los dientes para asegurarse de que no le quedaban migas.


–No, yo fui una sorpresa tardía –iba a dejarlo ahí, pero el hecho de que Pedro le hubiera hecho confidencias la noche anterior la animó a continuar–. Hubo complicaciones durante el parto y mi madre murió.


Pedro entornó los ojos y la miró atentamente.


–Debió ser difícil crecer sin una madre –comentó.


Paula movió la mano en el aire como para quitarle importancia.


–Sobreviví. Tenía un hermano mayor con ojos en la nuca para controlarme. Además, no se suele echar de menos aquello que nunca se ha tenido.


«Al contrario de lo que le sucede a Mateo», se dijo. El pobre chico sabía perfectamente lo que se perdía al no tener a su lado a su luminosa e incandescente madre. A Paula se le encogió el corazón y se enfadó consigo misma por ser tan emocional. No podía dejarse llevar por los sentimientos que Pedro despertaba en ella por muy atractivo que fuera y aun cuando sus ojos grises la atrajeran como dos imanes. Pero tampoco podía dejarse llevar por la compasión por ese niño de manos pegajosas que, después de tomar la suya y luego soltarla, la dejaba como si le hubieran amputado una parte del cuerpo. Se frotó las manos para olvidar aquella sensación y se entretuvo pinchando un trozo de beicon con el tenedor.


–¿Y tu padre? –preguntó Pedro.


–Murió cuando yo tenía quince años –respondió ella, al tiempo que alzaba los hombros en un gesto característico con el que siempre acompañaba las referencias a su historia familiar.


–¿Cómo? –preguntó él, sin perder el tiempo con las típicas expresiones huecas que acostumbraban a seguir a sus palabras.


También ella hubiera deseado actuar con la misma naturalidad, pero los diez años transcurridos y la vida alocada a la que se había entregado no la habían librado de un sentimiento de culpa que la reconcomía por dentro.


–Yo era una chica muy difícil. Papá tenía un gran corazón, pero me empeñé en ponerlo a prueba y, al final, se rompió –dijo con convicción.


–¡Tonterías! –dijo él con tanta vehemencia que desconcertó a Paula–. Tú no tenías poder para decidir cuánto sufría tu padre ni cómo podía enfrentarse a su sufrimiento. Aunque hubieras sido un ángel, su corazón estaba programado para preocuparse por tí, no para colapsar porque dijeras más palabras malsonantes que tus amigas.


Mientras hablaba, sus ojos se iluminaron con un brillo risueño y Paula estuvo a punto de creer lo que decía. Pensó: «Él es padre y debe saber lo que dice». Pero al instante se dió cuenta de que Mateo ni siquiera había entrado en la adolescencia, y pensó que quizá debía ponerle sobre aviso, dándole algunos ejemplos de lo salvaje que ella había llegado a ser y de cuánto podía llegar a transformarse mateo. Sin embargo, optó por no borrar la alegría de aquellos divinos ojos grises.


–Y deduzco que tu hermano mayor, Gonzalo, se convirtió en tu guardián –dijo Pedro.


–Y desempeñó su papel como si en ello le fuera la vida. Habrás observado que, para él, darme órdenes es más una vocación que un deber.


–Para eso están los hermanos mayores.


–Lo que no significa que tenga que gustarme.


Pedro se inclinó hacia Paula y sus cabezas quedaron a apenas unos centímetros de distancia…